Cuando vienen amigos de fuera, recorro con ellos la bahía hasta el Peine del Viento, subimos en el funicular a Igeldo, nos bañamos en Ondarreta, comemos pintxos en la Parte Vieja, visitamos el museo San Telmo y al final les enseño mi monumento favorito de ... Donostia: el túnel para bicis de Morlans a Lugaritz.

Publicidad

Lo he cruzado cientos de veces pero me sigue maravillando pedalear por el interior de una escultura subterránea. El túnel está revestido con planchas blancas irregulares, adheridas a las prominencias que dejaron los dinamitazos ferroviarios de hace un siglo, y así parece una obra a medio camino entre la ingeniería, el arte y la geología. El desplazamiento cotidiano de los ciclistas se convierte aquí en una incursión de 840 metros por las entrañas de la tierra, por una construcción en negativo, un vacío escultórico, bañado en una luz blanquecina irreal.

Además es útil, carajo. Ante el puente-acueducto de Spoleto (Italia), Goethe escribió que detestaba las arquitecturas por capricho («nacen muertas») y admiraba las obras vivas que servían a los ciudadanos («anfiteatros, templos, acueductos»). El túnel de Morlans permite descansar la mirada de tanto marco incomparable, de tanta postal obligatoria, y confirma una de las mayores virtudes estéticas que tiene para mí esta ciudad (daré más ejemplos el próximo jueves en la continuación de esta guía): lo mejor de Donostia es lo fácil que puedes dejar de verla.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete los 2 primeros meses gratis

Publicidad