Lo construyeron para mirar, ahora no se ve nada. El fuerte de Ametzagaina lo edificaron las tropas liberales en 1838 para rechazar el asedio carlista a Donostia, vigilar sus movimientos y bombardearlos. En la cumbre permanecen, recuperados con esmero, el foso y las murallas rebozadas ... de hiedra y musgo, los restos del cuartel, el polvorín y las cocinas, pero ya no se ve la ciudad porque alrededor de las ruinas creció el bosque. Es nuestro equivalente de los templos camboyanos o guatemaltecos devorados por la selva (¡hala, sin exagerar!).
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Me gustan las ciudades que permiten huir a pie, las que desaparecen rápido de la vista. Basta un paseo de veinte minutos para escapar del jaleo urbano y plantarse en los acantilados de Ulia, donde solo se oye el oleaje y el graznido de las gaviotas. Me siento en la peña Ataloi, atalaya desde la que oteaban ballenas, y me sorprende que llamen Peña de los Balleneros a esa otra roca en la cumbre de Ulia, tan alejada de la costa. El historiador Xabier Alberdi me explica que en la costa vasca abundaban estas atalayas dobles: una primera cerca del agua, para avistar por ejemplo ballenas, y una segunda monte adentro, más resguardada, para transmitir los avisos al puerto con fogatas o banderas… sin que se enteraran los pueblos vecinos. No nos vendría mal, a veces, recuperar esa destreza que nuestros antepasados desarrollaron en tiempos de ballenas, asaltos piratas y ataques de flotas: la habilidad para no ser vistos.
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