Mi despertador eleva el tono hasta los 85 decibelios para recordarme que he vuelto a la normalidad y demuestra que ésta es enemiga del silencio. El progreso industrial y la innovación técnica superponen en capas alarmas, bocinas, motores variados, taladros, sirenas, zumbidos, notificaciones que desforestan ... el paisaje sonoro. El ruido me confunde, me distrae, especialmente el ruido de sables de la agotadora lucha por el poder.

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Hasta hace no tanto, agosto era un mes insulso en el que, de vez en cuando, surgía una serpiente de verano, informaciones insustanciales con las que rellenar los escuálidos periódicos veraniegos. Hoy, la máquina del ruido no para en vacaciones. Siempre es bienvenido un escándalo que dé rédito a un partido y audiencia a algún medio con pocos escrúpulos. Buscando serenidad este verano he seguido una dieta de ruido. Me he refugiado en rincones silenciosos y poco frecuentados pero, especialmente, he evitado el griterío político y he mantenido apagadas radios, teles y redes sociales.

Es habitual ver a los políticos más escandalosos rodeados de decenas de micrófonos. Creo que, en verdad, esos aparatos no son micrófonos sino altavoces que expanden el ruido. Un ruido que pretende distraernos y tapar con trazo grueso lo que no quieren que veamos. Se acabó el verano pero, aún así, he decidido continuar con mi dieta de silencio. No puedo evitar que los micrófonos y los populistas se busquen y retroalimenten pero está en mi mano apagar los altavoces ruidosos.

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