El pasado domingo, un antibiótico pendenciero me dio un puñetazo en el estómago y me dejó tirado, en el cuadrilátero de mi cama, buena parte del lunes. Al mediodía, más por obligación que por interés, me arrastré hasta el frigorífico buscando algún alimento que no ... irritara aún más mi maltratado aparato digestivo.

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La memoria y el estómago están unidos por vínculos impredecibles. Encontré algo de arroz blanco cocido y dos contramuslos de pollo asado pero, cuando comencé a cortarlos en pequeños bocados, me asaltó la imagen del rancho que mis primos cocinaban para Txistu, su viejo setter.

Automáticamente, abrí el aparador y escogí un plato de la vajilla de las ocasiones especiales. Emulsioné el jugo del asado con un chorrito de limón y ligué el arroz recalentado con la salsa y unas hojas de perejil recién picado. Con la ayuda de un aro metálico emplaté la base de arroz, coloqué encima el pollo deshuesado, lo pinté con el resto del jugo y lo coroné con una ramita de romero del balcón. Sentí cómo mi ánimo mejoraba durante el proceso, coloqué un mantel individual, serví agua del grifo en una copa bonita y pedí a Chet Baker que cantara algo para no comer solo.

A veces, los buenos momentos se esconden en esquinas tan sombrías como un túper de sobras. Buscar la belleza nos ayuda a pintar lo cotidiano de extraordinario, ahuyenta la desazón y produce un placer discreto, sin aspavientos, el suficiente para olvidar durante un par de canciones esa tristeza de estómago.

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