Ya es de noche cuando abro la terraza del piso que he alquilado para unos días. A mis pies se extiende un jardín escondido en el enorme patio de manzana del Eixample de Barcelona. Mi lado voyeur me empuja a escudriñar las decenas de hogares ... que me rodean. Poco que reseñar. Tan sólo llaman mi atención unas luces rojas que brillan pespunteando la oscuridad. Son fumadores, sombras ensimismadas, asomadas a la ventana, que se distraen lanzando al vacío señales de humo.
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Leo que la gran mayoría de los fumadores ha dejado de hacerlo dentro de casa. La ley del tabaco no sólo nos animó a muchos a dejar de fumar, también ha cambiado los códigos de conducta social de la siguiente generación. En casa, los amigos de nuestros hijos insisten en pasar frío en el exterior aunque les invitemos a fumar en el salón. Admiro su respeto al prójimo aunque es difícil de asimilar para alguien que vio fumar en cines, cabinas de avión, consultas médicas, aulas universitarias, restaurantes y tanatorios.
La normativa ha logrado que fumar sea un acto solitario. El humo del cigarrillo ya no anuncia el comienzo de una sobremesa ni acompaña las risas de un grupo de amigos. Hoy la gente fuma sola, aislada, apoyada en un alfeizar, en la puerta de la oficina, guarecida bajo una cornisa junto al auto en marcha en el que esperan sus compañeros de viaje. Despojado de cualquier coartada social el placer de fumar se ha reducido a un acto funcional, anodino cuyo único fin es saciar la abstinencia.
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