Sólo disponíamos de hora y media y necesitábamos contarnos los últimos tres meses, así que encendí un fuego. El año pasado me regalaron un brasero exterior, un cuenco de acero sobre el que armar una pequeña hoguera. Creí que acabaría en el desván, cogiendo polvo, ... pero el día que lo estrené entendí que ese recipiente metálico era una máquina sofisticada capaz de fabricar tiempo de calidad.
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Durante cientos de miles de años, el fuego fue nuestra única forma de calentarnos, tener luz por la noche, ahuyentar a las alimañas o cocinar los alimentos. Alrededor de las llamas nos reunimos a inventar las canciones y los lenguajes, a transmitir historias y afianzar las relaciones. Hoy, rodeados de las comodidades que ofrece el progreso, el fuego, mantiene la capacidad de conectarnos con nuestro yo primitivo. El fuego, aliado y enemigo, siempre igual, siempre irrepetible, baila, crepita, parpadea, respira en busca de un nuevo aire con que reavivarse.
Su belleza y su poder destructor tienen el poder hipnótico de acaparar nuestra atención. Hoy, que las pantallas luminosas nos aíslan y vuelven huraños, sólo un fuego logra que olvidemos el teléfono en el bolsillo. A eso llamamos tiempo de calidad. Esos momentos en que nos centramos en el instante, escuchamos con atención, hablamos pensando en lo que decimos y reforzamos vínculos con los que están al lado. Un brasero es un buen regalo familiar y, aunque se entrega sin leña, incluye en su interior cientos de momentos inolvidables.
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