Acompañé a un buen amigo a recoger la casa de su madre, recién fallecida. Nada más entrar, desapareció por el pasillo y volvió al poco ... con una sonrisa de satisfacción y un bulto en las manos. ¡Aquí está!, exclamó. Me mostraba una vieja caja metálica de galletas desgastada por el tacto de los años. Abrió una botella de Oporto y la posó junto a la caja, sobre la mesa de la cocina.
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¿Recuerdas lo guasona que era?, dijo, mientras señalaba la caja. Sobre la tapa, su madre había escrito, imitando la marca, la palabra INSTAGRAM. Dio un sorbo, sujetó un fajo de fotos y comenzó a posarlas una por una. No es lo mismo repasar las fotos familiares de una caja o de álbum. En la caja, una mano inocente rebusca y, como en un sorteo, elige al azar un retrato nupcial de cuando las novias se casaban de negro, una luna de miel en Mallorca o un paseo en poni por el Monte Igueldo. Las cajas de fotos son un revoltijo caótico de épocas, formatos y generaciones donde cada imagen supone una sorpresa.
Recordar proviene del latín re-cordis y significa volver a pasar por el corazón. El corazón de una familia se encuentra en el lugar donde se guarda su caja de fotos y la nuestra está en casa de mi hermana mayor. Todo cargo conlleva unas obligaciones, los días de visita, Yolan saca la caja y explica a mis hijas historias que les conecta a rostros e historias de los que nunca supieron. Mi amigo lloró en esa cocina lo que no había conseguido liberar en toda la semana. Quizá fue el Oporto.
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