Como cada día, a eso de las 18:30, he recibido mi regalo. El sol no quiere retirarse y comienza su pulso con las sombras por resistir el mayor tiempo posible despierto. Como el niño excitado que estrena vacaciones, el sol se acostará hoy cuatro ... horas más tarde que en invierno y mañana renacerá dos horas antes, pletórico de energía. Llega el verano y, encima de nuestras cabezas, alguien o algo se deja encendida la luz como si fuera gratis. Esa sí que es una excepción ibérica.
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Desde el primer amanecer todos los humanos han adorado de una u otra forma el misterio del Sol. Mitos y Dioses al margen, los científicos echan la culpa a Tea, un planetoide que chocó hace 4.500 millones de años con la Tierra y cambió su eje de rotación hacia un lado. Desde entonces la Tierra pasa la mitad del año inclinada hacia el Sol y la otra mitad en dirección contraria. La vida es equilibrio. Luz y oscuridad, alegría y tristeza, amor y dolor. Estos días luminosos alivian las cicatrices de un invierno oscuro, húmedo y largo.
El verano nos premia con horas extra de vida. Los días no se acaban, la noches son más cálidas, la música está más alta, las sobremesas empalman con las cenas. Me siento al aire libre y siento cómo acarician mis brazos los últimos rayos del atardecer. Cierro los ojos y me quedo un rato más. Pronto, tras la traca final de agosto, sentiremos una sutil congoja al comprobar que la oscuridad comienza a robar unos minutos de luz a cada nuevo día.
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