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Una margarita silvestre, de un amarillo insultante, ha florecido en una grieta abierta en un muro de cemento de mi calle. La vi el miércoles, la miré de soslayo el jueves pero no he parado a observarla hasta esta mañana. Se aprecia a simple vista ... cómo la varilla de acero del hormigón armado se oxidó y ha abierto una herida en el cemento. El viento movió algo de tierra a la grieta, algún gorrión dejó caer una semilla y la humedad hizo el resto.
La flor se sostiene por la fuerza de su tallo, suspendida en una pared vertical, con sus raíces minúsculas abrazadas a una bolita mínima de tierra, en un entorno tan desfavorable que parece practicar un deporte de riesgo. Si fuera humana la patrocinaría Red Bull.
«Si una flor puede crecer en el desierto, tú puedes florecer en cualquier lugar», dice el filósofo Matshona Dhliwayo. Esta margarita equilibrista es una buena excusa para construir una metáfora sobre la resiliencia, también sobre la esperanza ante la adversidad, de quien encuentra motivos para existir en una superficie árida y estéril.
¿Cómo no vas a poder con lo tuyo si las amapolas son capaces de romper el asfalto?
A mí, su belleza, me habla más de amor propio, de orgullo. Sobre un fondo gris de cemento y musgo viejo, Margarita me grita desafiante, «Aquí estoy, porque yo lo valgo, dando lo mejor de mí misma. Y si mi descaro provoca que un paseante se tope conmigo y me arranque la vida, sólo pido que sea para entregarme a otra persona».
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