Pocas cosas explican mejor la vida que nuestros muertos. Somos consecuencia de otras personas que eligieron dónde nacimos, marcaron nuestra genética y nos dejaron en herencia una mochila repleta de tradiciones, creencias y gustos. Antepasados sobre cuyos hombros me apoyé para vislumbrar mejor el futuro.

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Soy resultado de un coito de mis padres, de dos de mis abuelos, de los cuatro de mis bisabuelos, de los ocho de mis tatarabuelos. Soy un eslabón irremplazable de una cadena ininterrumpida de azares, afectos y sueños que han unido a mis antepasados a lo largo de los tiempos y me han traído hasta aquí.

Mi hija Ana ha adoptado hermosas tradiciones mexicanas de su marido, Margil. En estas fechas instalan en su casa un altar doméstico que honra a los muertos de la familia. Colocan en un tablero imágenes de sus antepasados que se remontan hasta el inicio de la fotografía y les rinden respeto.

El 1 de noviembre era, hasta hace poco, una festividad pegamento que reforzaba el sentido de comunidad entre las generaciones pasadas y las que están por llegar. Le llamábamos Todos los Santos porque, ya muertos, hasta los familiares más endemoniados merecen un descanso. Hoy sustituimos los crisantemos de las lápidas por calabazas y el recogimiento por una fiesta de disfraces. Ni critico ni siento nostalgia pero me apena ver el altar de Ana y Margil y reconocer que hemos perdido la memoria. Que, de alguna manera, dar la espalda a la muerte es olvidar nuestro sentido en la vida.

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