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Croissant significa creciente, como la fase de la luna que preside la bandera de Turquía. La leyenda romántica asegura que los pasteleros vieneses lo crearon en el s. XVII para celebrar que, tras meses de asedio, sus tropas se comieron al ejército otómano. Lo cierto ... es que seis décadas más tarde, el oficial austriaco August Zang, abrió una panadería en París e introdujo en Francia el kipfel, un brioche más próximo al pan de Viena, con forma de media luna. No fue hasta el siglo XX que los franceses le añadieron mantequilla y cambiaron la forma de trabajar la masa para crear el hojaldre de textura ligera, inflada y aireada que hoy conocemos como croissant.
Un croissant con un café con leche y un zumo natural es más que un desayuno, es un estilo de vida. Un pequeño placer que asocio a las mañanas de fiesta y periódico en papel. Mi ritual comienza por presionar la superficie dorada y confirmar que ejerce una resistencia elástica al tacto. Lo parto, con las manos, en dos mitades y compruebo como cruje la corteza y parte de la masa aireada se deshilacha. Comienzo por la parte interior, muerdo la miga esponjosa, noto la textura de cada capa de hojaldre y continúo hasta escuchar el crujiente sonido de la punta.
Me advierte el Diccionario Panhispánico de la RAE que no debo escribir croissant sino su adaptación fonética al castellano. Me parece sensato protegerlo por su nombre original de los cruasanes, curasanes y otros impostores que nos acechan disfrazados de croissant.
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