Abres los ojos, no sabes en qué día vives y caes en la cuenta, aún somnoliento, de que no importa en absoluto. Perder la noción del tiempo es un placer sublime aunque no se manifiesta hasta el último tramo de las vacaciones. Como quien se ... libera de unos grilletes, los primeros días arrancamos el reloj de la muñeca y apagamos las alarmas del móvil pero la mente se resiste a desconectar su tic tac interior. Aún están frescas las referencias que le ayudan a ubicarse.

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Días más tarde comienzas a confundir las horas. Los gruñidos del estómago son el nuevo tono de la alarma para sentarse a la mesa, la luna marca la hora de acostarse y la persiana entreabierta hace la función de despertador. Desordenas el calendario para vivir tres noches de viernes consecutivas y, a continuación, colocas dos domingos de siestas eternas. Así te vas perdiendo hasta llegar al punto que marca el cénit de las vacaciones. Ese momento en que el tiempo deja de existir y pasas de preguntarte «¿qué hora es?» a «¿qué día es hoy ?».

El tiempo avanza a un ritmo implacable. El presente es un relámpago fugaz. Pronto, hoy será ayer y mañana volveremos a colocar los días en orden. Perder la noción del tiempo es tan placentero porque nos conecta con un tiempo primitivo, sin campanarios ni calendarios ni horarios ni agendas. Dejamos de fraccionar las horas en porciones para comernos los días a bocados y nos reafirmamos, un verano más, en que perder el tiempo es una gran forma de disfrutarlo.

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