Cada día veo a más personas hablando solas por la calle. Algunos, ensimismados, lanzan gritos mientras gesticulan aparatosamente. Es habitual encontrarlos haciendo de jueves, obstaculizando una acera estrecha o la cola del súper. Otros, se carcajean ruidosamente, con la mirada perdida en el vacío, sin ... bajar el paso y entre risotada y risotada lanzan blasfemias al aire. Esta mañana ha entrado en el ascensor un macho alfa embutido en un traje encogido, con cara de malas pulgas, y ha espetado a bocajarro, «no voy a consentir ni una vez más esa actitud». Y aunque no me ha mirado mientras lo decía, acto seguido se ha girado hacia mí. La semana pasada, una joven yanqui esperaba vuelo en Barajas en la fila de asientos de enfrente. Sonriendo, mientras se repasaba las uñas exclamó en inglés, «nunca podré olvidar lo de esta noche». La tecnología ha cambiado la forma en que compartimos la ciudad, cómo nos comportamos, cómo convivimos. Hace una generación los soliloquios espontáneos eran síntoma de un trastorno sicótico pero, en tiempos locos, cuesta distinguir al cuerdo. Me he acostumbrado a esquivar a los autómatas que se mueven por las aceras mirando hacia abajo, cruzando semáforos en rojo, chocando con bolardos y otros peatones. Pero aún no me acostumbro a la ausencia de pudor de los que vociferan en público sus discusiones laborales, amoríos, sermones familiares y cotilleos a pesar de llevar en sus oídos la última tecnología inalámbrica.
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