En los orígenes, en un tiempo salvaje en que la ley la dictaba el más fuerte, identificarse con la tribu era la forma de sobrevivir. La sangre común, la herencia biológica, fue el vínculo que unió en grupos a los primeros humanos y también lo ... que les separó del resto. La civilización nació cuando diferentes tribus se vieron forzadas a habitar un mismo espacio. Evolucionar de tribu a sociedad supuso admitir la diversidad y acordar unas reglas que permitieran convivir entre diferentes.

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Miles de años más tarde, tres siglos después de la ilustración, del origen de la democracia liberal, en el cénit del avance científico, tecnológico y social, sufrimos un resurgimiento del odio tribal. La necesidad de pertenencia, de identificarse con el grupo alimenta prejuicios que la razón no entiende. Perfeccionamos el lenguaje cuando surgió la necesidad de negociar pero conocemos los gritos desde mucho antes. No hay conversación entre dos tribus cuando viven en mundos paralelos.

Una tribu necesita un cacique pero éste es inofensivo si no le sigue un ejército de militantes. En latín militante significa «el que se adiestra para la guerra». Las tribus digitales que pueblan las redes han cambiado el debate por el bate. Defienden con odio asuntos que hasta hace poco discutíamos y que ahora nos polarizan hasta extremos irreconciliables. Parece que hay gente que disfruta, desde sus pantallas, viendo el mundo arder pero, a algunos templados, tanto odio identitario se nos está haciendo irrespirable.

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