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ane urdangarin
Domingo, 10 de febrero 2019, 07:31
La cita es en Tabakalera, justo al lado del parque Cristina Enea, donde Belén Perales prefiere ser fotografiada para ilustrar este reportaje. «A mí me ... ha ayudado mucho pasear. Sola, con amigas, con música... Pasear. Las horas que habré pasado en Cristina Enea. Es un sitio que me conecta con la naturaleza, un lugar tranquilo en el que en cualquier esquina me podía poner a llorar». Llorar el fallecimiento de su madre, sobre la que esta donostiarra «de Martutene», vecina de Pasaia, hablará públicamente el martes. De la muerte y de lo que vino después. «Estamos en una sociedad en la que el tema de la muerte se vive muy rápido. Falleces, el tanatorio, la esquela, el funeral y a pasar página. Somos unos analfabetos emocionales. No se habla de la muerte, todo lo contrario, se tapa. Y ya si es una muerte traumática...».
Mari Carmen se suicidió. Una realidad, la de las personas que se quitan la vida, «más común de lo que se cree. Cuando fuimos al Instituto de Medicina Legal el forense nos dijo que llevaba cuatro el fin de semana. ¡Y estamos hablando de Donostia, de Gipuzkoa!». Pese a su incidencia, 60 casos en el territorio en 2017, y a las luces que se asoman entre las sombras, aún no se ha dado el salto que reclaman las otras víctimas, los supervivientes, todas esas personas a las que les afecta para siempre la iniciativa del suicida y que llevan tiempo insistiendo en la necesidad de «visibilizar y normalizar este problema de salud pública», como en su día se hizo con el sida o con la violencia de género. «No son casos aislados», insisten.
Belén Perales tiene 38 años y, tras dos años de duelo y terapia, es una «persona distinta» porque, evidentemente, «hay un antes y después» tras aquel 12 de junio de 2016. Pero se puede volver a vivir, «te reinventas, cada uno con el tiempo que necesite. Sin prisas. En mi vida no hay drama, dolor sí, lo va a haber toda la vida porque se trata de mi madre». Precisamente, todo ese dolor ha sido el acicate que ha impulsado a Belén a dar testimonio sobre un tema al que, aunque cada vez menos, aún le persigue el estigma. Es todavía tabú. «A veces me dicen que qué valor, pero más que valiente lo veo necesario. Quiero que la muerte de mi madre sirva para algo, que no sea en vano. No puedo no sacar algo positivo del dolor. Y si la forma de ayudar es hablar, pues hablo. Porque del suicidio hay que hablar. Hablar no mata, lo que mata es el silencio».
Hablando quiero contribuir a derribar esos mitos que aún perduran y que asocian el suicidio «con el cantante famoso con problemas con el alcohol y las drogas, o con entornos muy desestructurados o turbios... Parece que no le puede pasar a quien lleva una vida normal. Pues pasa, le puede pasar a cualquiera». Belén cuenta que cuando los supervivientes comparten vivencias hay una frase que casi siempre se repite: «Si éramos una familia normal, ¡cómo nos ha podido pasar esto!».
La de Belén era también una familia normal, «muy unida», la de un matrimonio con dos hijos. «La ama era mamá gallina. Si a mi hermano o a mí nos pasaba algo, a ella le pasaba el doble. De ahí venía también el tema de las depresiones, hacía suyos los problemas de otros».
La madre de Belén había sufrido varios episodios de depresión, una realidad con la que la familia había aprendido a convivir. «Así que cuando se nos presentó esta última, a ninguno se nos pasó por la cabeza que de ésta no salía». Belén recuerda perfectamente el inicio del que sería, sin saberlo, el final. Aquella mirada de la ama, poco después de que naciera su hija en septiembre de 2011. Los dos primeros años fueron un «sube y baja» con fases en las que estaba «mal» y etapas «hasta de demasiada euforia». Pero llegó un momento en el que empezó «a bajar. La psiquiatra se limitaba a ajustarle la dosis de las pastillas». Recurrieron por su cuenta a todos los especialistas que les recomendaban. «El dineral que habremos gastado». Pero la ama no mejoraba.
La conversación con Belén da también para escribir sobre la depresión, una enfermedad mental que «desdobla» la personalidad de los afectados, según su experiencia. «Cuando estaba bien era una mujer fuerte, muy coqueta… Y en cambio, luego no podía con su alma, se abandonaba». Con semejante situación, dejaron de contarle algunas noticias para que no le afectaran, como los cambios laborales de Belén.
El 30 de junio de 2015 supuso un punto de inflexión. El primer intento. Una situación a la que pensaron que jamás iba a llegar porque era «muy creyente. No solo es que se desviviera por nosotros, sino que era contradictorio con sus creencias. Pensábamos que por mucho que dijera 'yo me quiero morir' jamás lo iba a hacer». Belén confiesa que la primera reacción fue la de enfadarse con la ama: «¡Cómo se te ocurre, en qué momento piensas que voy a estar mejor sin ti!».
La psiquiatra les dijo que había sido una llamada de atención. Ahí arrancó un año en el que la familia padeció un «sinvivir». Las 24 horas con las alarmas encendidas. De aquellas últimas navidades guarda un recuerdo «horrible». Estaba tan mal que ella misma pidió ser ingresada. Cuando fueron a visitarla, el marido y los hijos salieron llorando de impotencia. «El cuidador pasa por muchas etapas: paciencia, amor, enfado, frustración, fracaso, te sientes atado de pies y manos...». Belén estuvo también preocupada por su padre, que no se separaba de su mujer. «Temía que le diera un infarto».
A los cinco días, de vuelta a casa, le pusieron unas rutinas para cumplir. Duraron poco. Otra vez para atrás. «Me queda la pena de pensar que se fue creyendo que estaba enfadada con ella. Pero no lo estaba con ella, sino con la situación, por no poder hacer nada», dice Belén, que trae varias veces a colación el apoyo que le ha brindado su marido. «Se merece un monumento no, varios, porque descargaba en él».
Tres semanas antes de que las consumara, Mari Carmen verbalizó sus ideas suicidas. Le llevaron al psiquiatra. «Estuvo 10 minutos con ella, a nosotros no nos preguntaba sobre cómo la veíamos», se queja. «Al paciente hay que escucharle, pero en el caso de una depresión su realidad está distorsionada y es necesario preguntar a los que tiene al lado. Le pedimos que la ingresara, porque no podíamos más». Belén imita la respuesta que recibieron, reclinándose en la silla y cruzando los brazos: «El que lo dice, normalmente no lo hace». Les mandaron a casa.
Para entonces, ya habían iniciado la búsqueda de algún recurso, «alguna clínica», para que la internaran a largo plazo y le ayudaran a recuperarse. No dio tiempo.
El 2 de junio Mari Carmen cumplió 65 años. Belén le obligó a vestirse y a que le invitara a un café. «No tengo en mente haberla visto más». Se fue de vacaciones y volvió la tarde-noche de un sábado. Llamó a casa. «No me cogía nadie, pero no me asusté». Las noticias malas vuelan. Y las que recibió al rato eran todo lo contrario. «Mis padres habían salido a andar». ¿A andar? «Sí, sí, tres días que hemos salido». Cuando me dijo eso, pensé que igual empezábamos a darle la vuelta a la situación. Y me fui a la cama tan contenta.
A las 24 horas recibió la llamada. «Corre, ven, ven». Luego, una nebulosa. «No recuerdo ni cómo saqué el coche del garaje». Le viene a la mente la imagen del edificio donde viven sus padres, un montón de ertzainas, se ve gritando a su hermano «¡dime que no!», preguntarse «¿por qué?», repetirle a su padre «tú no tienes la culpa», vecinos en los balcones, cada vez más gente agolpándose en la zona, su hermano pidiéndoles que se marcharan…
Para Belén, la muerte de su madre fue un tsunami. «Suelo decir que es como si estuvieses en el sofá de tu casa con un libro y un café, y de repente se abre la ventana, pasa un tsunami y lo rompe todo. Tú sigues con tu café y tu libro, miras alrededor y está todo destrozado. Tienes que recomponerlo. ¿Por dónde empiezas? ¿Qué haces? Y ahí comienza el proceso de volver a adaptar tu vida». Un cambio radical, «porque una parte de mí muere ese día también. Y luego hay una época de transición que en mi caso han sido dos años de proceso de duelo, pero cada uno lleva su ritmo y puede llevar más o menos tiempo, y esta soy yo ahora».
Belén no quiso medicarse, entre otras razones «porque bastantes pastillas había visto en casa» y atribuye al servicio de apoyo al duelo Bidegin, y a las sesiones con su fundadora, Izaskun Andonegi, buena parte del mérito de su situación actual. «Con una buena ayuda, uno puede seguir viviendo y trabajar en la prevención». Porque esa es la bandera que esgrime ahora Belén. «Hay un 10% de personas suicidas que no dan señales, son casos muy difíciles de detectar, pero otros muchos sí se pueden detectar y hay que prevenirlos. Mi madre incluso lo verbalizaba, fue un proceso de años».
Belén lamenta que se asocie directamente el suicidio con una persona «tarada, loca. Mi madre tenía un problema de salud mental, pero hay muchas personas que se suicidan y no lo tienen. ¿Cuál es el denominador común? Que todas esas personas sufren, y que ese sufrimiento es tal que no ven otra salida. Para ellos no hay otra opción». No recuerda dónde la leyó, pero en su libreta tiene anotada una frase que «para mí resume nuestro caso». Y dice: «El suicidio es una solución definitiva a un problema temporal».
Con el tiempo, ha atado cabos y cree que su madre se veía como un lastre para la familia. «Busqué durante un año alguna nota en todos los rincones de la casa, me hubiera gustado que la hubiera dejado para tener ese momento de despedida que no he tenido», confiesa.
Belén insiste en la prevención, y cree que el hecho de que se hable del suicidio e iniciativas como el plan preventivo que está elaborando el Gobierno Vasco indican que «vamos por el buen camino. ¡Pero hay tanto por hacer!». Y no solo para evitar suicidios, sino también para ayudar a los supervivientes. Belén lamenta la escasa atención que reciben desde el sistema sanitario, pese a todo el sufrimiento que soportan. En su caso, ha recibido la ayuda de una asociación «que llega hasta donde puede llegar».
Porque cualquiera se hace cargo de lo que puede pesar la losa de la culpabilidad. «Claro que te preguntas ¿por qué?, pero sobre todo el '¿y si hubiera...?' Me echaba la culpa de si podríamos haberlo evitado. Sobre todo en nuestro caso, en el que había tantas alarmas». Belén confiesa que fue «dura» con su madre en la última etapa. «Es como si los papeles se hubiesen invertido y fuese la madre y ella la hija a la que tienes que poner límites. Me queda la pena de que se pensara que estaba enfadada. Si le hacías un poco duro reaccionaba, y pensé que así le ayudaba a salir del agujero. Haces lo que puedes o sabes, y siempre lo haces desdel amor».
Los supervivientes tienden a echarse la culpa «de todo», porque sienten que no han sido suficiente para que el finado se agarrara a la vida. «Como madre pensaba: 'con lo que quiero a mi hija, no he sido sufiente para que se quedara'. Tenía dos hijos, tres nietos pequeños, un marido del que estaba enamoradísima... Sí, la culpa al principio es una losa».
También puede pesar la vergüenza. «Yo no la he sentido, pero puedo entender que se sienta. Tampoco vas orgullosa por la vida, pero me lo he tomado como algo que me ha pasado y no lo puedo cambiar... Vergüenza de robar o de matar, no de esto». Porque la vergüenza, prosigue, «viene de cómo la sociedad trata las muertes por suicidio, de todos esos mitos, de que no se hable». Del oscurantismo. Unas muertes silenciadas hasta el punto de que «la sociedad te hace sentir que tu madre se ha ido por la puerta de atrás, y eso es muy injusto. De repente a mi madre no se la nombra, y ese silencio los mata dos veces».
Belén se rebela y por eso habla. «A mí me ha ayudado hablar de lo que ha pasado, verbalizarlo, primero porque me ayuda a mantenarla conmigo. Me gusta hablar de mi madre, cómo no me va a gustar, es importante porque me hace traer la parte que no estaba enferma. Porque estamos contando la parte fea de la historia, pero llega un momento en que empiezas a recordar las cosas bonitas de la ama. Sus últimos cinco minutos de vida no son un resumen de 65 años, no puede serlo, no es justo para ella. Me da mucha rabia que cuando alguien se suicida a esa persona se le recuerde solo por eso».
Tras el suicidio de su madre, Belén Perales vivió varios meses «con el piloto automático, sin pensar». Hasta que un día vio la cara de miedo de su hija de 4 años «tras echarle una gran bronca por una tontería. Ahí me di cuenta de que no estaba bien». Solicitó la baja y recurrió a Bidegin. «A mí me ha ayudado. No creo que sea necesario ir a terapia, pero sí soltar y verbalizar lo que estás sintiendo y que te lo validen, que veas que lo que estás pasando es normal». En su caso acudió a terapia individual y al grupo específico de supervivientes, donde se acabó abriendo en canal «porque te sientas protegida, somos iguales, nos entendemos».
Y eso que no fue capaz de ir a la primera sesión. «Pensaba 'con lo jodida que estoy, con todo lo que me duele, ¿voy a ponerme delante de otra persona para escuchar que tiene el mismo dolor?' En mi cabeza era sumar más dolor». Y resultó ser todo lo contrario, «porque he comprobado que compartir, hablar, resta dolor, alivia . Ves que no estás sola, que hay más gente pasando por tu misma situación». Eso lo descubrió tras conocer, en la segunda sesión, a Agustín Erkizia y Eva Bilbao, cuyo hijo se quitó la vida a los 17 años, tras lo cual fundaron la asociación Biziraun . «Vi a unos padres, yo siendo madre, que me hizo pensar 'si ellos han podido, yo tengo que poder'. Se puede salir y se puede vivir. Aprendes a vivir con ello».
De la misma forma que a ella le sirvió ver a una pareja que perdió a un hijo y «estaba en la vida», ella da testimonio de que después de tanto dolor es feliz. « Es una felicidad totalmente distinta, pero tengo una vida plena ». Reconoce que hay días «horribles, pero estoy orgullosa de dónde estoy. Creo que le estoy haciendo un homenaje a la ama. Hay una parte de la historia de mi vida que va a estar ahí, aunque ya no me impide avanzar. También hay que decir que ha tenido sus daños colaterales».
El camino no ha sido fácil. Belén cogió en junio «el alta» del grupo de supervivientes de Bidegin, un espacio «para llorar, gritar, enfadarme, porque tengo derecho a enfadarme con la vida», y donde se ha sentido «escuchada pero no juzgada. Y eso lo consigues con muy poca gente».
Belén ha hecho una lista de las cosas que le han ayudado estos dos años. «Tener una rutina, por ejemplo. Levantarme para llevar a mi hija al colegio». El primer año también le ayudó verbalizar sus necesidades, como que la casa estuviera «en perfecto orden, el desorden me alteraba », o quedarse sola en casa algunos domingos «para ordenar mis pensamientos».
Durante meses oyó consejos que lejos de ayudar le hicieron daño, como 'no le des más vueltas', 'tienes una hija' o 'cómo te puede doler tanto si lo eligió ella'... «¿Pero seguro que fue libre para decidir?», reflexiona en alto. «Porque estoy segura de que al menos la ama no lo fue. Si le hubieran dado la opción de vivir sin sufrir... Lo que no quería era vivir con tanto sufrimiento».
La casa de cultura Okendo del barrio donostiarra de Gros acoge el martes la quinta edición de 'Hablemos del suicidio', organizada por Bidegin, la Asociación de Apoyo al Duelo, y Aidatu, la Asociación Vasca de Suicidología, con el apoyo de Donostia Kultura. La fundadora de Bidegin, Izaskun Andonegi, dinamizará el encuentro en el que Belén Perales ofrecerá su testimonio sobre cómo vivir tras la muerte por suicidio de un ser querido. La presidenta de Aidatu, Cristina Blanco, doctora en Ciencias Políticas y Sociología de la UPV/EHU, también participará y realizará «una reflexión social necesaria» sobre el suicidio. Empezará a las 19.00 horas, con entrada libre hasta completar aforo.
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