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La ancestral costumbre de culpabilizar a las mujeres
Historias de Gipuzkoa

La ancestral costumbre de culpabilizar a las mujeres

A lo largo de la historia ha habido una tendencia a culpabilizar a las mujeres de diversos males. En Gipuzkoa, encontramos varios casos que ilustran esta realidad.

Ana Galdós Monfort

San Sebastián

Martes, 12 de marzo 2024, 06:47

El mito bíblico de Adán y Eva, así como la figura de Pandora han dejado una profunda huella en la percepción y tratamiento de las mujeres a lo largo de los siglos. Las representaciones de Eva y Pandora, tentadoras y desobedientes, han permeado en la sociedad hasta tal punto que la gente ha encontrado en ellas una justificación para culpabilizar a las mujeres. Gipuzkoa ha mantenido vivos estos estereotipos para justificar algunos de los males padecidos.

Los descuidos femeninos provocaban incendios

La noche del 28 de enero de 1489, una vivienda comenzó a arder en la calle Santa María de San Sebastián. En pocos minutos las llamas subieron por la fachada de madera, se propagaron por los cortinajes de los aposentos y se extendieron por el entarimado del suelo.

Enseguida, la fuerza del fuego atrapó a los edificios colindantes. No había fachada, techumbre, cama, arcón o mesa que se le resistiera. Su fuerza crecía en cada vivienda, alimentada por las resinas de árboles y la grasa de ballena que la gente había almacenado en sus casas. Nadie podría haber anticipado que los mismos combustibles que usaban para cocinar e iluminar las estancias se convertirían en la causa de semejante desastre.

En cuanto las campanas de las iglesias tañeron el aviso de incendio, muchas personas salieron de sus casas, flanquearon las puertas de la muralla y corrieron hacia el arenal. Otras cargaron sus carromatos con barriles, se acercaron a las fuentes, al Urumea y al puerto. Allí llenaron de agua los barriles y regresaron al interior de la villa.

Grupo de mujeres en el exterior de una ciudad medieval.

El fuego avanzó rápido, por el contrario, los carromatos circularon lentos. Las mulas no solo debían sortear los escombros que caían de los edificios, sino también las maderas, las piedras y desperdicios que la gente solía dejar en las calles. Finalmente, San Sebastián sucumbió al incendio. Solo quedaron en pie tres casas, las únicas que se habían construido en piedra.

Ante la magnitud de la tragedia, la vecindad necesitó buscar un chivo expiatorio que justificara el incendio, al mismo tiempo que la exculpara de toda responsabilidad. La atención no se centró en una autoridad local ni persona acomodada ni hombre de negocios, sino que recayó en una mujer.

Pronto, la población señaló a una criada que servía en una casa de la calle Santa María. En opinión de la vecindad, la falta de atención de la sirvienta hizo que se destara un incendio en su lugar de trabajo. Esta mujer reunía dos características que la convertían en un objetivo fácil para las miradas acusadoras: escasos recursos económicos para defenderse y una carencia de respaldo social que abogara por ella.

Las mujeres que propagaban epidemias

A finales de julio de 1597, varias personas de San Sebastián y Pasaia comenzaron a sentir cefaleas, padecer vómitos y tener bultos en las ingles y axilas. Aunque los rumores sobre el significado de aquellos síntomas circulaban desde hacía meses en los puertos de esas localidades, las autoridades prefirieron ocultar que la comunidad sufría el peor de los males: la peste.

Así que, durante aquel verano, hombres y mujeres continuaron con la actividad comercial. En los puertos, cargaron hierro y lana en los barcos, y desembarcaron barriles de vino y toneles de pescado. En los mercados compraron fruta, hortalizas y cera. Entretanto, la enfermedad se coló sigilosamente en los muelles, en los puestos y en las tabernas.

En septiembre, el número de enfermos era tal que las autoridades tuvieron que dar la voz de alarma. Eso implicaba cerrar los puertos y prohibir salir o entrar en San Sebastián y Pasaia. En definitiva, suponía el declive comercial de estas dos poblaciones, y, en especial, de los grandes comerciantes, una situación que las autoridades habían tratado de evitar.

Enfermos de peste.

Enseguida, comenzaron a oírse las primeras acusaciones. Ninguna voz señaló a los hombres que gobernaban o dirigían los grandes negocios, sino que apuntaron a las únicas personas que consideraban inductoras del mal: las mujeres.

El primero en acusarlas fue el vicario de Pasaia. En su opinión, la responsable había sido una pescatera que había comprado unas sábanas a muy buen precio. La pescatera quiso hacer negocio y las revendió más caras. Según el vicario, todas las personas que compraron las telas murieron poco después de haberlas adquirido, puesto que las sábanas estaban infectadas.

A partir de ahí, más gente responsabilizó a las mujeres del contagio de la peste. Las acusaciones llegaron hasta tal punto que las autoridades de Gipuzkoa prohibieron vender telas a algunas mujeres, como fue el caso de María de Beozalcayela.

Curiosamente, mientras las mujeres eran culpabilizadas de extender la peste, también se les pedía que fueran ellas quienes limpiaran a los enfermos, les dieran de comer, recogieran los vómitos, les cambiaran las sábanas o que quemaran la ropa de las personas fallecidas. De manera que a finales de 1598, de las 650 personas que fallecieron en San Sebastián, 400 fueron mujeres.

Los embrujos femeninos

En 1661, la vecindad de San Sebastián vio cómo un pregonero tiraba de dos asnos sobre los que montaban dos mujeres. A medida que los animales avanzaban, el pregonero voceó que aquellas mujeres habían sido condenadas por hechicería.

Se trataba de María de Campos y Marina de Berruete, dos jóvenes solteras de 26 y 25 años cuyo delito había sido enamorar a los hombres. Las culpaban de haber usado la magia para tejer hechizos que desafiaban las normas establecidas. Nadie podía comprender cómo María y Marina, dos mujeres sin respaldo social ni apellido de abolengo, y que se ganaban la vida trabajando en lo que podían habían logrado engatusar a jóvenes respetables.

Con el fin de explicar ese comportamiento y exculpar a los hombres, varios vecinos y vecinas de San Sebastián arguyeron una trama de brujería. Unos dijeron que María de Campos había robado una piedra de un arca religiosa en Getaria. María, argumentaron, había pulverizado la piedra, la había mezclado en una bebida y se la había dado a un muchacho. En opinión de estos vecinos, el brebaje había surtido efecto, pues el joven se había enamorado de María.

Examen de una bruja. Tompkins Harrison Matteson.

Unas vecinas, en cambio, testificaron ante un juez una versión algo diferente. Según ellas, María había robado la piedra para rozar a los hombres con ella. Aquel rozamiento, explicaron, era una estrategia que usaban las hechiceras para engatusar a los galanes. De hecho, continuaron, esta práctica era habitual entre mujeres no correspondidas.

Otras vecinas aseguraron que Marina de Berruete, la otra acusada, extraía sangre de su brazo, la mezclaba en una bebida y se la daba a los hombres. Algunas de ellas juraron que Marina había atrapado un murciélago, lo había embadurnado en estiércol y con él había rozado el cuerpo masculino.

Ante estos testimonios, en noviembre de 1660, las autoridades detuvieron a María y Marina, las encarcelaron, las interrogaron y las condenaron. El tribunal de la Inquisición prefirió creer en el embrujo y responsabilizar a estas dos jóvenes de provocar tentaciones sexuales en los hombres. En el proceso, exculparon a los hombres de cualquier responsabilidad en sus elecciones sexuales.

Por el contrario, María y Marina, además de ser condenadas al escarnio público subidas en un asno, recibieron cien azotes, perdieron sus bienes y fueron expulsadas de San Sebastián y su jurisdicción.

Los casos aquí expuestos son solo algunos ejemplos de la persistente tendencia a culpabilizar a las mujeres. Aunque en la sociedad actual ya no se nos atribuye una culpa colectiva, el señalamiento aún persiste en ciertos aspectos. Esto es evidente en casos de víctimas de violencia machista, en situaciones de infidelidad en las relaciones o en la baja natalidad. Estas realidades resaltan una parte de la desigualdad de género que sigue presente.

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