No es ninguna novedad constatar que el conocimiento general de la Historia de la España del siglo XVIII es muy precario hoy día. Para extraños -y también para propios- la imagen histórica habitual del español de esas fechas (y eso en medio de grandes estertores ... intelectuales) se reduce a poco más que al almirante guipuzcoano Blas de Lezo. La realidad que podemos encontrar en nuestros archivos es, por supuesto, muy distinta.
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En el de Simancas (meta de muchos historiadores extranjeros) hay muchos documentos sobre, por ejemplo, hasta tres guerras anglo-españolas a lo largo de ese siglo XVIII. Descontada la de Sucesión y la de la Cuádruple Alianza, tendríamos la de 1726 a 1729, la que se solapa -de 1761 a 1763- con la de los Siete Años y la de Independencia de Estados Unidos.
Y es que por cuenta propia, o en alianza con la rama Borbón francesa, la revitalizada España dieciochesca causará numerosos problemas a los británicos a lo largo de todo ese siglo.
Y no sólo en Cartagena de Indias y a costa del hoy tan zarandeado almirante Blas de Lezo, porque, tras la llegada de la nueva dinastía, la Marina española recibirá un impulso notable, aumentando la cantidad y calidad de barcos, bajo la administración de eficientes funcionarios, como José Patiño, que sabrán sacar gran partido a las investigaciones de teóricos como el almirante Gaztañeta.
Sin alejarnos mucho de la provincia natal del marino mutikuarra -y menos aún del Pasajes natal de Blas de Lezo- encontramos rápidamente esos resultados durante la que sería la siguiente guerra anglo-española tras los enfrentamientos de 1701 a 1714 y 1718 a 1720.
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Unos hechos de nuestra Historia naval más próxima que, además, vienen envueltos en ese halo de misterio que siempre rodea a esos que llaman «barcos fantasma»...
La guerra anglo-española de 1726 a 1729 fue, en principio, de muy baja intensidad para la costa guipuzcoana, pese a su proximidad a Gran Bretaña. Y pese a que algunos de los hechos más destacables de la misma afectaron a algunos guipuzcoanos eminentes. Como el ya mencionado almirante Gaztañeta, que culminará en ella su última y exitosa misión, rompiendo el bloqueo de Portobelo y burlando a tres almirantes británicos en su periplo hasta Cádiz dando escolta a una flota del Tesoro americano que iba a desequilibrar la balanza bélica en el teatro de operaciones europeo.
Otro indicio más de la debilidad británica de esas fechas en esos mares que «Britannia» pretendía gobernar según el famoso himno que haría fortuna años después... en otras circunstancias.
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Si, en 1719, los británicos habían conseguido causar daños en Pasajes destruyendo varios navíos en los astilleros del rey de ese puerto, había sido, sobre todo, gracias al apoyo terrestre de un gran ejército francés, pues en esa ocasión esa potencia se alía contra España por cuestiones de cálculo diplomático.
Ese apoyo faltó completamente a los británicos en 1726, de ahí sus sucesivos fiascos en Portobelo y la relativa tranquilidad con la que Pasajes y el resto de la provincia iban a vivir una guerra corta y donde Gran Bretaña retrocede de manera nada brillante en el Canal de la Mancha, teniendo que soportar ataques a sus mercantes por parte de una flota española que domina la zona de manera incontestada.
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Sin duda en Londres la situación debió causar una notable frustración, pues en Pasajes -o cerca de ese puerto- se encontraban presas bastante interesantes para su más bien inoperante Royal Navy.
Las actas de las juntas y diputaciones guipuzcoanas para el año 1726, conservadas en el Archivo General de la provincia, nos hablan así de un curioso navío que estaba surto en Pasajes en esos momentos: el Santa Teresa.
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Según los registros históricos que hoy circulan por la red de redes en la que, se supone, está toda la información necesaria, ese navío no debía estar allí y, de hecho, ni siquiera existir...
Sería pues algo así como un barco fantasma ya que, según las principales páginas que recopilan hoy en Internet la Historia marítima española y dan cumplida cuenta de sus flotas y navíos (todoababor.es, todoavante.es), sólo habría habido en el siglo XVIII tres navíos llamados Santa Teresa.
El primero había sido fabricado en el astillero guipuzcoano de Mapil, puesto en son de mar en Pasajes en 1704 y destinado a Cádiz junto al Nuestra Señora de Portaceli. La construcción de ambos fue cosa de un almirante vasco, Francisco Necolalde Zabaleta, y entre su oficialidad contarán con otro marino vasco, Antonio de Areyzaga. Los dos sucumbirán tras un heroico combate de varias horas. Ese primer Santa Teresa tendrá, pues, corta vida. Tras ser capturado en Cabo Espartel por el contraalmirante Dilkes se hundirá cerca de Lisboa…
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El segundo Santa Teresa tampoco parece encajar con el que se encontraba surto en Pasajes en 1726. Según esas fuentes electrónicas ya citadas, ese otro navío bautizado con el nombre de la santa de Ávila, habría sido fabricado en los astilleros cántabros de Guarnizo y botado por otro ingeniero vasco, Felipe de Zelarain. Se trataba de una máquina de guerra bastante formidable, pues montaba en sus cubiertas de 62 a 64 cañones.
Entonces ¿qué navío era el que describen las actas guipuzcoanas abarloado en el canal de Pasajes en 13 de diciembre de 1726? Según la red de redes -por boca de la web todoababor.es- no podía ser el segundo Santa Teresa pues no se entregaría a la Real Armada hasta 1730. Pero esa misma página reconoce que, según el libro de Enrique Manera «El buque en la Armada española», este segundo Santa Teresa de más de sesenta cañones ya estaba finalizado para 1726...
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Parece pues que las actas de la Diputación guipuzcoana resuelven el misterio. A menos que diéramos por buena la existencia de un Santa Teresa del año 1704 devuelto por las aguas en las que se había hundido ante Lisboa.
Cosa poco probable dado el esmero con el que José Patiño y su hombre en Pasajes, Spiritu Paschali, velaban por el nuevo Santa Teresa, instando en 26 de abril de 1727 a la Diputación para que retirase los escollos ante la proa del Santa Teresa, para poder maniobrarlo en caso necesario.
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Una vigilancia que esas autoridades guipuzcoanas cuidaban también con mimo, como se ve en el acta de 13 de diciembre de 1726, donde mandan a sus subordinados irundarras acoger y dar alojamiento a un refuerzo de 50 hombres enviados por Patiño para proteger a ese navío -nada fantasmal- que venían a sumarse a las compañías del regimiento de Infantería Luxemburgo repartidas entre ambos Pasajes, Rentería y Lezo…
Precauciones que finalmente no fueron necesarias, dada la debilidad británica en esos momentos y el celo de un territorio de buenos marinos -como el guipuzcoano- que no sólo velará por este segundo Santa Teresa, sino que proporcionará rápidamente cien marinos para armar al Santa Rosa (también anclado, y construido, en Pasajes) para tenerlo en son de guerra el 18 de marzo de 1727. Cosa que, como nos dicen esas actas, satisfaría enormemente a José Patiño.
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