Retrato del general Alfredo Kindelán y Duany.
Historias de Gipuzkoa

Conexión guipuzcoano-irlandesa: la saga de los Kindelán

De la Iglesia a la Machinada, avatares de una familia de inmigrantes ilustres

Martes, 11 de junio 2024, 06:29

Hace años el historiador Antonio Domínguez Ortiz, compuso un notable estudio sobre los extranjeros en la España del siglo XVII.

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En ese ensayo tenían un papel relevante los irlandeses. Algo lógico teniendo en cuenta que España, gobernada por reyes que se titulaban como «católicos», era ... el refugio ideal para gentes de un país que, por esa misma razón, había sido invadido por sus vecinos ingleses desde el cisma de Enrique VIII y sujetado a un régimen de ocupación militar y colonización insólito en el resto de Europa.

La ocupación, primero inglesa y después británica a partir de 1688, destruyó el tejido social irlandés sometiendo a toda la población, desde lo más alto a lo más bajo, a un régimen de explotación casi esclavista. La nobleza irlandesa carecerá, según avanza la ocupación, hasta de los símbolos más elementales de ese estamento, pues a los irlandeses, en general, se les prohibía poseer armas, concentradas todas en manos de los colonos calificados por los invadidos como «sasanach». Un apelativo lógicamente despectivo similar al «sassenach» («sajón») utilizado por los escoceses de las Tierras Altas con sus vecinos ingleses antes y después de convertirse en aliados.

Ante esa situación, la mayor parte de la nobleza irlandesa, reducida a la condición de simples campesinos por sus invasores, sólo podía prosperar en la carrera de las armas huyendo a países católicos y, por lo general, rivales de Inglaterra primero y del Reino Unido después.

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Ellos y muchos otros irlandeses recalaron así en tierra guipuzcoana. Algunos sólo de paso para volver a Irlanda. Caso del padre Elbin de la Orden de los Predicadores, que dejó constancia de sus avatares en un proceso hoy guardado en el archivo municipal de Hernani, denunciando que, en su camino a Pamplona, donde iba a hacer ciertas diligencias antes de volver a Irlanda, tres compatriotas suyos le habían robado su dinero cuando decidió hacer noche en el hospital de esa villa que recogía -como era habitual entonces- desde enfermos y pobres menesterosos hasta viajeros de paso. Los tres compatriotas del padre Elbin, identificados en este documento, reflejaban bien los distintos avatares de la diáspora irlandesa en países católicos como la España -o la Francia- de los siglos XVI al XIX.

Los presuntos ladrones de la bolsa del padre Elbin eran «Antonio» Murphy, su mujer «Margarita» Kelly (pobres de solemnidad ambos) y un viejo soldado apodado «el alférez», manco de una mano y llamado Bernardo Cafry, apellido que, más allá de la mala transcripción habitual en estos documentos, podríamos traducir como Bernard Guthrie.

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Este alférez arrojado a la mendicidad y la criminalidad por esa minusvalía, era un producto más de la salida habitual entre los nobles irlandeses para huir de la miseria a la que les sometían los ingleses primero y sus congéneres escoceses y galeses después. Es decir: ingresar en las fuerzas armadas francesas y españolas.

Soldados del regimiento Hibernia hacia mediados del siglo XVIII.

Es así como aparecen por esta provincia nombres irlandeses con una trayectoria mucho más brillante que la del mutilado Bernardo Cafry/Bernard Guthrie. Es el caso de los Fitzgerald (conocidos por los españoles como «Geraldino») presentes en el tercio irlandés que acude a las murallas hondarribiarras en 1638 para salvarlas del Gran Asedio francés de ese año. Y también lo es, entre otros muchos, el del coronel Kindelán, que en el crítico año de 1766 mandará las tropas del regimiento irlandés Hibernia acantonadas como guarnición en San Sebastián, donde la presencia de esa unidad militar será casi rutinaria en el siglo XVIII.

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El historiador Alfonso de Otazu contaba sobre ese Kindelán algo verdaderamente curioso en «La burguesía revolucionaria vasca a fines del siglo XVIII» donde se ocupaba, nuevamente, de la revuelta popular conocida como «Machinada» que tendrá lugar en ese año 1766, irradiada desde el foco madrileño conocido como «Motín de Esquilache». En esos momentos en los que el bajo pueblo guipuzcoano (artesanos, ferrones, marinos…) se alza contra los intentos liberalizadores de la Economía propuestos por el ministro Esquilache, las élites ilustradas guipuzcoanas reclamarán al coronel Kindelán que sofoque -usando sus tropas- el tumulto que ha prendido en el interior de la provincia. Algo ante lo que Kindelán se mostrará un tanto reticente, teniendo que ser casi obligado por esas élites guipuzcoanas a cortar la revuelta manu militari. Un periplo muy distinto -o quizás no tanto- al que seguirá, siglos después, uno de sus descendientes: el general Alfredo Kindelán y Duany.

Campesino guipuzcoano hacia el año 1766. Una de las principales fuerzas de la Machinada. Reconstrucción del autor en base a fuentes diversas.

Alfredo Kindelán. De la Junta de Burgos al fuerte de Guadalupe

La entrada que el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia dedica a Alfredo Kindelán, nos habla de un militar nacido en 1879 que tendrá una clara vocación modernizadora, convirtiéndose en uno de los pioneros de la Aviación militar española. Sin embargo de esto, como muchos otros, después se verá arrastrado al marasmo del golpe de estado del 18 de julio de 1936 en el que desemboca el fallido experimento político de la Segunda República española. Una que Alfredo Kindelán siempre había aborrecido, como acérrimo monárquico que fue y acudió, incluso, a despedir a Alfonso XIII en 1931 vestido de uniforme…

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Aunque la ficción cinematográfica de Alejandro Amenábar sobre esos hechos no daba un excesivo papel en ellos a Alfredo Kindelán -eclipsado por un vocinglero Millán Astray- lo cierto es que el general Kindelán, como reconocen los especialistas en su biografía y en la Guerra Civil, fue el principal impulsor de la decisión de que Francisco Franco se convirtiera en caudillo supremo de aquel golpe. Al menos, como dice el título de la película de Amenábar, mientras durase la guerra.

El hecho de que Franco no respetase ese acuerdo tácito, fue el que provocó que Alfredo recalase en tierras guipuzcoanas, como su antepasado de 1766. En su caso por sumarse al creciente número de generales españoles que habían apoyado a Franco como mal menor transitorio para acabar con la deriva republicana y, después, se volvieron en su contra llevando al autócrata a impartir entre ellos numerosas medidas disciplinarias o marginándolos a puestos más o menos inofensivos. Fue el caso de Gonzalo Queipo de Llano, conspirador a favor de la República en 1931, contra ella en 1936 y, a partir de 1940, contra un Franco que había ido más allá de lo esperado.

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Kindelán, más osado aún que Queipo de Llano, además de recibir los sobornos británicos tan bien descritos por Ángel Viñas para procurar atar en corto al dictador español durante la Segunda Guerra Mundial, se atrevió a pedir a Franco, en compañía de otros militares del 18 de julio, que abandonase el poder y restaurase la monarquía…

La paciencia del dictador ferrolano, que era escasa, se colmó en 1948, tras muchos de esos desencuentros y así fue como acabó encerrando a Alfredo Kindelán en el guipuzcoano fuerte de Guadalupe. Durante dos meses, para que, a partir de entonces, moderase la manifestación de su ya más que notoria desafección al régimen y al dictador que él mismo había aupado en 1936.

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Un colofón sin duda llamativo a las variadas aventuras guipuzcoanas de aquella saga de militares irlandeses, los Kindelán, que, de un modo u otro, escribieron nuestra Historia.

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