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Domenja, la criada que desempeñaba una función que la diferenciaba del resto: el reparto de las ofrendas y obladas.
La disputa por una tradición: una historia de poder y género en el siglo XVI
Historias de Gipuzkoa

La disputa por una tradición: una historia de poder y género en el siglo XVI

En Irun, una antigua tradición se convirtió en una disputa que llegó hasta el tribunal eclesiástico. Domenja de Gainza, criada del rector, se encontró en medio del conflicto. ¿Qué había detrás de la lucha por el reparto de las obladas?

Ana Galdós Monfort

San Sebastián

Martes, 2 de julio 2024, 06:41

En Irun, todos conocían a Domenja de Gainza. No solo porque era descendiente de una familia de abolengo, sino porque era la criada del rector de la iglesia de Nuestra Señora del Juncal. Por eso, era habitual que la gente la abordara cuando salía a hacer los recados. A veces era una madre preocupada que le rogaba una oración por la curación de su hija enferma; otras veces, un anciano inválido que deseaba que el rector le reservara algunos maravedís del bacín de los pobres; y en ocasiones, una esposa que, ante las desavenencias con su marido, buscaba que el cura intercediera entre ambos. Todos sabían que, a través de Domenja, podían llegar a don Juan de Ribera, la máxima autoridad eclesiástica de Irun.

Domenja entró a trabajar en la casa del rector cuando tenía 30 años; ahora había cumplido 44. Domenja había conseguido el puesto gracias al apellido que llevaba y a que su madre era prima del rector. De hecho, era habitual que los clérigos contratasen a mujeres de su propia familia para desempeñar labores domésticas. Al fin y al cabo, una sobrina o la hija de una prima no solo acallaba los rumores de un posible amancebamiento, sino que también garantizaba lealtad y confianza, puesto que un pariente guardaba mejor los secretos familiares. Además, contratarlas era la forma de darles salida laboral, garantizándoles un sustento y hogar.

Su labor no difería demasiado de cualquier otra criada al servicio de una persona laica: limpiar y ordenar las habitaciones de la casa, servir la comida, recibir a las visitas, entregar mensajes y atender el huerto. Sin embargo, Domenja desempeñaba otra función que la diferencia del resto de criadas: el reparto de las ofrendas y obladas.

El ritual de las ofrendas

Desde hacía catorce años, Domenja recogía el pan, el bacalao, los huevos, el carnero y los cirios que las mujeres depositaban en el cementerio de Irun, junto a la iglesia parroquial. Estos agasajos eran las ofrendas que las mujeres de Irun entregaban a la iglesia para recordar a los familiares difuntos. Según sus creencias, con la entrega de estas viandas, mejoraban la vida de los muertos en el Más Allá, además de recordar a los clérigos que debían rezar por los allegados.

Cada vez que el repique de campanas anunciaba el fallecimiento de una persona, una mujer preparaba los obsequios, los colocaba en una cesta y los llevaba al lugar donde iban a enterrar al familiar fallecido. Más adelante, en los días en que el párroco oficiaba misa, preparaba una nueva cesta, tomaba asiento en el interior del templo y cuando el clérigo anunciaba la entrega de ofrendas, se acercaba al altar y donaba lo que había colocado dentro de la cesta.

Cuanto más rica era la familia, mejores viandas aportaba: siempre había que mostrar quién valía más en la comunidad. Así, mientras el pan era la base de toda ofrenda, el carnero era un añadido que estaba reservado a las personas pudientes. Fuera cual fuera la calidad de la oblada, la criada del rector era la encargada de recogerla. Después vendría el reparto.

La entrega de ofrendas y obladas era un tradición muy arraigada, no solo en Irun, sino en toda Gipuzkoa. Era una costumbre reservada a las mujeres: siempre eran ellas quienes se encargaban de mantener viva la memoria de las personas difuntas. En cada hogar, eran las mujeres quienes organizaban las misas conmemorativas, quienes se encargaban de mantener encendida una vela por la persona difunta, y por supuesto, de entregar las obladas. Así lo hacían al menos durante dos años. Y es que la transmisión de la memoria era una labor femenina.

Una vez oficiada la misa, Domenja tomaba las ofrendas que ese día las mujeres habían depositado. Irun era una localidad con una población de 2500 habitantes, de manera que siempre había personas difuntas a las que rememorar. Ninguna mujer deseaba que se diluyera la memoria de su padre, madre, hermano, hija o esposo, de ahí que siempre hubiera ofrendas.

Con el fin de facilitar el trabajo de recoger los panes, el bacalao, los huevos y los cirios, Domenja contaba con la ayuda de las criadas de los seis clérigos que acompañaban al párroco. Ella y las otras criadas guardaban las ofrendas en una casilla que estaba en el cementerio, a unos pocos metros de la iglesia. Luego, Domenja hacía recuento y comenzaba el reparto: cada clérigo debía de tener su ración. Domenja, fiel al refrán, guardaba la mejor parte para el rector. Si ese día había carnero, era para don Juan de Ribera.

Cuando las criadas llegaron con las obladas correspondientes a las casas de los clérigos, estos comenzaron a protestar. El reparto que había hecho Domenja no les pareció justo. Siempre la misma cantinela: el rector era el que mejor llenaba la panza.

El conflicto de las obladas

Harto de la situación, Lope de Aldabe, uno de los seis clérigos, tomó cartas en el asunto. Un día, le pidió a su criada, María Juan de Puyana, que se encargara ella del siguiente reparto. En su opinión, la distribución de las obladas debía ser una tarea que atañese a todas las criadas y no solo a la del rector. Además, la costumbre de que fuera Domenja y no otra la responsable del reparto era una novedad que había instaurado Juan de Ribera desde que era rector, es decir, desde hacía quince años. Como era público y notorio, antes de su llegada cualquiera de las criadas podía hacer el reparto. Lope de Aldabe quería volver a la tradición antigua.

De manera que un día de junio de 1595, cuando Domenja se disponía a hacer el reparto de las obladas, María Juan le tomó la delantera y comenzó a repartir a su gusto. A pesar de que Domenja intentó restablecer el orden que desde hacía catorce años venía practicando, aquel día no lo consiguió. Tal vez, ese mes de junio, María Juan colocó sobre la mesa de Lope de Aldabe una fuente repleta de carnero.

La reacción del rector no se hizo esperar. Su autoridad estaba por encima de la del resto de los clérigos, así que tendrían que obedecer el mandato: Domenja era la única persona autorizada para hacer la distribución. Sin embargo, los clérigos se negaron a que sus criadas quedasen en un segundo plano. Por eso, tras la orden del rector, los clérigos escupieron improperios contra Domenja, después la golpearon hasta herirla. Esa fue la manera que tuvieron de amedrentarla.

Dado que con la violencia los clérigos no lograron que Ribera cambiara de opinión, los disidentes acudieron al tribunal eclesiástico, con sede en Pamplona, donde interpusieron una denuncia contra el desigual reparto de las obladas. El objetivo de los denunciantes era conseguir que todas las criadas optasen a la distribución. Nadie quería quedarse sin un plato de carnero.

En el tribunal, el juez de la causa llamó a testificar a las criadas implicadas. Una a una le explicaron cómo desde muy antiguo las criadas se encargaban de repartir entre los clérigos las ofrendas que las mujeres depositaban en memoria de los difuntos. En cambio, ahora, desde que Ribera era rector, solo repartía su criada. Para el juez aquella tradición era una situación anómala. Aunque desde hacía años eran las mujeres las encargadas de repartir las ofrendas, el juez dictaminó «que lo que pretenden ambas partes es indecente y que no conviene que las oblaciones que se ofrecen en la dicha iglesia se repartan por mugeres y que por haberlas repartido han sucedido pleitos y riñas» .

Finalmente, la causa quedó resuelta. Después del verano de 1595, ninguna mujer pudo encargarse de distribuir las ofrendas. A partir de ese momento, esa tarea correspondió al rector y a sus clérigos, tal y como mandaban los cánones eclesiásticos. Desde entonces, en la casilla del cementerio, las mujeres no recontaron ni distribuyeron los panes, el bacalao, los huevos, los cirios ni los carneros. Así, la presencia femenina en ese espacio físico y simbólico fue condenada por las autoridades eclesiásticas. Nada dijeron de la lucha de poder que en realidad representaba la disputa de la distribución. Y es que la participación de las mujeres en ese lugar amenazaba con romper el orden social establecido, puesto que, en lugar de los clérigos, eran ellas quienes decidían quién se llevaba las mejores viandas.

En un ámbito dominado por el poder masculino, las mujeres eran expulsadas para impedir que sus voces alteraran los roles de género. Una historia que se repite a lo largo del tiempo.

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