En abril de 1541, un barco anclado en el puerto de Hondarribia soltó amarras, izó las velas y puso rumbo a La Rochelle. En la cubierta, unos marineros terminaron de ajustar las velas según la condiciones del viento; otros revisaron las cuerdas para asegurarse de ... que las velas estuvieran bien sujetas. En la despensa, el cocinero elegía los ingredientes que echaría en la olla de aquella primera jornada. En la proa, Martín de Artaleku, el capitán, vigilaba que todo se hiciera como él había ordenado.
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Mientras Martín de Artaleku navegaba, otro barco partía de San Juan de Luz con el mismo destino. En esa embarcación, además de marineros locales, se habían unido un hombre de Hondarribia, tres de Pasaia y uno de Urnieta. El capitán los había contratado para completar la tripulación con la que ese año se dirigiría a Terranova en busca de bacalao.
Aquella no era la primera vez que el capitán de San Juan de Luz viajaba con ellos. Juntos habían sufrido los embates de las olas, las furias de las tempestades y la incertidumbre de las noches oscuras, aunque también habían experimentado el éxito de encontrarse con un buen banco de peces. De manera que, ese año de 1541, cuando el capitán tuvo que preparar una nueva expedición a Terranova, no dudó en contratar nuevamente a esos cinco guipuzcoanos.
Después de tres días de navegación, las dos embarcaciones arribaron a La Rochelle. En ese puerto francés, los marineros cargaron las bodegas de sus respectivos barcos de barriles de sal, que más adelante utilizarían para conservar el pescado capturado. En realidad, la sal era imprescindible; era la clave para asegurar que el bacalao pudiera ser transportado desde Terranova en condiciones óptimas.
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Tras la jornada laboral, los marineros visitaron las tabernas del entorno del puerto. Entre vino, queso y arenques, se informaron de las novedades: un barco que había naufragado, un motín que se había desatado durante una travesía o los nuevos lugares donde pescar una buena captura. Pero, sin duda, el rumor que en aquellos días más rápido corría de boca en boca era el relacionado con Jacques Cartier, un explorador y navegante francés muy conocida entre la gente de mar. Todos los navegantes conocían sus expediciones.
Según contaban, hacía algunas semanas que Jacques Cartier había partido de Saint Malo rumbo a Terranova. Así fue como los seis guipuzcoanos se enteraron de que Cartier había salido con siete embarcaciones cargadas de bueyes, ovejas, vacas, caballos y unos 300 hombres, entre los que había muchos carpinteros. Por lo que decían, el rey de Francia le había ordenado colonizar la zona que denominaban Canadá. De ahí que llevara en sus navíos animales para trabajar la tierra y producir alimentos, y carpinteros para construir casas.
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Tras varios días en La Rochelle, los marineros de la embarcación hondarribitarra y de la luziana se enrolaron de nuevo, ocuparon sus puestos y cumplieron las órdenes de sus capitanes poniendo rumbo a Terranova.
La navegación por el Atlántico transcurrió sin incidentes. A medida que se acercaban a Terranova, los pescadores fueron sintiendo el frío glaciar de aquella tierra. A Clemente Odelin, uno de los guipuzcoanos que navegaba en la embarcación de San Juan de Luz, además del frío le llamó la atención las inmensas «montañas de nieves que tocan el fondo de la mar», es decir, los glaciares. Aunque pescar en esa parte del mundo significaba pasar frío, también implicaba capturar miles de piezas de bacalao y con ello obtener un buen sueldo. Así que pasar algunas penurias merecía la pena.
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En junio, llegaron a Terranova y allí coincidieron con otros catorce barcos que ya estaban pescando bacalao. Uno era de Inglaterra, dos eran franceses, siete de Portugal y cinco venían de la costa guipuzcoana, en concreto tres eran de Orio y dos de Donostia. Allí había pesca para todo el mundo.
A pesar de los diferentes idiomas que allí se hablaban, enseguida, entre todos se entendieron y los rumores sobre Jacques Cartier no dejaron de crecer. Unos aseguraban que le habían visto adentrarse por el río San Lorenzo con tres chalupas. Otros contaban que habían intentado poblar una zona cercana al río, pero que cuando los carpinteros pisaron tierra, los indígenas les lanzaron flechas y lanzas hasta que los mataron a todos. Algunos decían que, a pesar de aquel fracaso, Cartier quería volver a ascender por el río San Lorenzo hasta encontrar una zona pacífica. De hecho, todavía rondaba por ahí a la espera de encontrar el buen momento de navegar por el río. Ahora bien, también observaba las embarcaciones de los pescadores para exigirles pan, vino y alguna chalupa.
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Un día, mientras Martín de Artaleku y su tripulación pescaban bacalao, este vio cómo una chalupa se acercaba a su embarcación. Para su sorpresa en ella iban varios compañeros de Jacques Cartier, quienes subieron al barco y le confirmaron los rumores que había oído.
En efecto, Jacques Cartier había ido a Canadá, se había adentrado por el río y los indígenas habían matado a los carpinteros. Sin embargo, el relato continuaba porque, a pesar del fracaso, había navegado por segunda vez río arriba hasta encontrarse con una población de indígenas hospitalarios. De hecho, gracias a ellos, había descubierto unas minas de oro, otras de plata y encontrado abundantes perlas en el río. Es decir, había dado con un inmenso tesoro.
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No obstante, los compañeros de Jacques Cartier no habían subido al barco de Martín de Artaleku para charlar, sino para exigirles que les dieran avituallamiento: necesitaban víveres para el regreso a Francia. Le confesaron que habían pasado mucho frío y que no permanecerían un invierno más en esas tierras gélidas. Así que el hondarribitarra ordenó al despensero entregarles una barrica de sidra y una bota de bizcocho, pues negarse a la petición habría provocado un enfrentamiento, donde con toda probabilidad los pescadores habrían salido perdiendo.
Sin embargo, la sidra y el bizcocho que habían requisado no era suficiente. De manera que se dirigieron a la embarcación de San Juan de Luz. Allí, entre franceses, la conversación se alargó y los exploradores contaron a los pescadores que para aguantar el frío habían intercambiado pieles de venado y de lobos por hachas y cuchillos.
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Tras la conversación, los compañeros de Cartier pidieron a sus compatriotas que les entregaran una barrica de grasa de ballena y una de las chalupas que tenían para pescar. En esta ocasión, a cambio les entregaron una de las chalupas que Cartier había usado para ascender por el río.
Una vez que obtuvieron todo lo necesario para regresar a Francia, los compañeros de Jacques Cartier se pusieron en ruta. Las bodegas de sus barcos iban cargadas de barricas repletas de oro, plata y perlas.
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Por su parte, la embarcación de Martín de Artaleku y la de San Juan de Luz continuaron faenando hasta que finalizó la temporada. Entonces regresaron a sus respectivos puertos cargados de piezas de bacalao.
Sin embargo, ninguno de esos guipuzcoanos que habían sufrido la confiscación de víveres, llegaron a enterarse de lo que sucedió cuando Jacques Cartier llegó a Francia con las bodegas repletas. Y es que cuando descargaron los barriles de oro, plata y perlas, unos expertos examinaron la mercancía y comprobaron que aquello que tanto brillaba no era más que pirita y cuarzo, unos minerales sin ningún tipo de valor. Esta decepción dio origen a la expresión francesa «tan falso como los diamantes del Canadá» que se sigue usando en la actualidad.
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A pesar del fiasco, Jacques Cartier es considerado como uno de los primeros europeos en colonizar aquellas tierras. Los indígenas hablaban de «Kanata», «aldea» en iroqués. De ahí que este explorador bautizara aquel puerto del norte de América, con el nombre de Canadá.
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