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Tratar de domesticar la tierra y el mar suele tener consecuencias devastadoras. La historia está llena de ejemplos. Una muestra de ello son los desastres ... ocurridos en 1629 y 1631, donde se vio involucrada una nave hondarribiarra.
El 21 de septiembre de 1629, Ciudad de México, la capital de Nueva España, sufrió la peor de sus inundaciones. Sin dar tregua a sus 150.000 habitantes, el agua cubrió las calles, entró en las viviendas, deshizo las chozas de adobe y arrastró personas, animales y muebles. Fue una catástrofe sin precedentes.
El diluvio se prolongó durante 40 horas y el agua llegó a alcanzar los dos metros de altura. Con el fin de no ahogarse, muchas personas subieron a la segunda planta de los edificios y a los tejados. Sin embargo, muchas otras no tuvieron esa posibilidad. Aquellas que vivían en casas de una sola planta y con estructuras endebles no tuvieron un lugar donde refugiarse. Hubo miles de muertos.
La ciudad quedó anegada durante meses. A pesar de que existía un sistema de drenaje y desagüe, las lluvias torrenciales desbordaron tanto los lagos circundantes como los que habían sido rellenados bajo la urbe. Y es que Ciudad de México reposaba sobre una antigua zona lacustre.
En realidad, esa inundación fue la consecuencia de años de maltrato medioambiental. De hecho, los españoles habían cambiado de forma radical el paisaje de aquella zona. En su afán por domesticar la tierra, talaron los bosques para convertirlos en pastos, cubrieron las zonas pantanosas con tierra para transformarlas en campos de cultivo y taparon los canales para hacer calles. El objetivo era claro: implantar la ganadería y la agricultura al estilo de los españoles. Eso es lo que tiene la colonización: pasar por encima de los usos y costumbres de la tierra conquistada. Al final, en 1629, el sistema hidráulico colapsó.
Durante semanas, toda ayuda fue insuficiente. El agua estancada, la falta de acceso a fuentes potables, el lodazal en el que se habían convertido los caminos y la carestía de los alimentos colocó a la población superviviente en una situación complicada. El arzobispo de México escribió a Felipe IV para explicarle la gran catástrofe: 30.000 personas habían fallecido.
Ante semejante desgracia, las autoridades pidieron al monarca que mandara cuanto antes materiales para la reconstrucción de la ciudad, así como telas, vinos y aceite con el que reactivar el comercio. Tras el desastre, la salida anual de la flota desde Sevilla, cargada con productos esenciales para Nueva España, se volvió más urgente que nunca.
En Sevilla, la Casa de la Contratación, el organismo responsable de organizar el comercio con las Indias, acordó que saliera una flota con 23 barcos. Para dirigir el convoy, nombró general al donostiarra Miguel de Echezarreta, un experto navegante.
De los 23 barcos, Nuestra Señora del Juncal era el más importante. Al ser designado capitana de la expedición, debía encabezar la flota, marcar el rumbo al resto de embarcaciones y servir de sede para Miguel de Echezarreta. Aunque ya había navegado en varias ocasiones por el Atlántico, aquella era la primera vez que lideraba la travesía.
Nuestra Señora del Juncal había sido construida unos años antes en el astillero de Hondarribia. Allí, el matrimonio formado por Antonio de Ubilla y María de Izaguirre invirtieron en su construcción y lo mandaron llevar a Sevilla para que fuera un barco mercante. Después la nave ascendió a rango de capitana.
Además de la designación del Juncal como capitana y la de Echezarreta como general, se nombraron a otros tres guipuzcoanos como maestres de barcos: Antonio de Lajust, Baltasar de Amezketa y Lázaro de Tompes. Y es que aquella flota tuvo mucho de guipuzcoana.
Durante siete meses, las autoridades se encargaron de organizar la expedición. No era fácil encontrar tripulación para los 23 barcos, tampoco designar la mercancía que cada nave debía transportar ni preparar el avituallamiento para dos meses de travesía. Finalmente, el 28 de julio de 1630, la flota zarpó cargada de azogue, cobre, hierro, vino, telas y papel. Estos eran los productos que más se necesitaban en Nueva España.
Tras mes y medio de navegación, a la altura de Jamaica, una embarcación se acercó al Nuestra Señora del Juncal para entregarle una carta al general. En ella, el gobernador de la isla le comunicaba que en Cuba ochenta embarcaciones holandesas se disponían a encañonar a la flota. De manera que le aconsejaba cambiar la travesía.
Aunque La Habana era una de las paradas obligatorias, Echezarreta tuvo que descartar ese puerto. Entonces el Nuestra Señora del Juncal se desvió de la ruta inicial, dirigió al resto de los barcos al puerto de Veracruz y los puso a salvo el 5 de otubre.
Entretanto, Ciudad de México seguía inundada. Había pasado más de un año y la situación no había mejorado.
En realidad, aquella flota poco ayudó a Ciudad de México. Aunque la mercancía llegó a su destino, el problema medioambiental no se solucionaba con un aporte de materiales ni con medidas temporales, sino con un replanteamiento del paisaje, puesto que el equilibrio entre ciudad y la antigua zona lacustre había sido alterado de forma irreversible.
Ahora bien, los mercaderes necesitaban soluciones rápidas. Con el fin de no caer en bancarrota, les apremiaba que las mercancías que habían salvado de la inundación salieran cuanto antes rumbo a Sevilla en esa misma flota. Si querían reactivar sus negocios, era primordial vender el producto.
Sin embargo, la salida de la flota se fue retrasando: primero la amenaza constante de enemigos en el mar Caribe; después el inicio de la temporada de tempestades, y más tarde el fallecimiento de Echezarreta. Finalmente, un año después de su llegada, el 14 de octubre de 1631, la flota, formada por trece barcos, zarpó. A pesar de que ese mes no era bueno para navegar, los comerciantes no podían esperar más tiempo.
En aquella ocasión, Nuestra Señora del Juncal viajó en calidad de almiranta, la embarcación encargada de cerrar la expedición. Su bodega iba repleta de cajones con plata, sacos con madera roja, barriles con grana y añil, fardos con seda y cajones con cacao. Esos eran los productos que se extraían de las Indias.
Tres días después de zarpar, a la altura de Campeche, una tormenta sorprendió a las embarcaciones. El oleaje era tan fuerte que impedía que los pilotos tuvieran visibilidad. Ante la dificultad de seguir la estela del Santa Teresa, la embarcación que habían nombrado capitana de la expedición, once barcos decidieron acercarse a un puerto seguro. En cambio, la almiranta continuó la ruta detrás del Santa Teresa. Para evitar perderse, desde la capitana los soldados dispararon sus fusiles al aire y mantuvieron encendido el farol de la popa. Sin embargo, la tempestad era demasiado violenta y la fuerza del agua terminó por engullir al Santa Teresa.
En el Nuestra Señora del Juncal, la situación se fue complicando. Además de encontrarse sin la embarcación guía, las olas se colaban en la cubierta y las bodegas comenzaron a inundarse. Algunos soldados, marineros y pasajeros intentaron achicar el agua, otros lanzaron por la borda cajones de grana, cañones, velas y gallineros para aligerar peso. Por su parte, el piloto decidió cambiar de rumbo.
Según la ley del mar, ante una situación de naufragio los primeros que tenían derecho a salvarse eran los pasajeros, en especial los que tenían título nobiliario. Así que los nobles que viajaban allí pidieron que se flotara el bote destinado para ellos. Ya se sabe: siempre hay clases en los viajes.
No obstante, la Naturaleza no entendía de estamentos y la tormenta imposibilitó que pudieran desenganchar la lancha. Cuando los nobles se dieron cuenta de que el agua se los iba a tragar como al resto de la tripulación, comenzaron a rezar.
De pronto la fuerza de una ola abrió el barco por la proa. Entre gritos, viento y agua, Nuestra Señora del Juncal se fue a pique junto con las 300 personas que iban a bordo. Extrañamente, el bote destinado a los nobles se desenganchó en ese momento y 39 personas lograron subir a ella. El resto se ahogó.
Al día siguiente, con un tiempo más apacible, una embarcación localizó la lancha. Al hacer el recuento de los supervivientes, se percataron de que allí no había un solo noble, sino parte de la tripulación, varios frailes y algún pasajero sin título nobiliario. Pero más sorprendente fue comprobar que habían cargado joyas y oro en el bote. De esa mercancía no quisieron desprenderse.
La tragedia del Juncal y la inundación de Ciudad de México son dos caras de una misma realidad: la fuerza indomable de la Naturaleza. El Juncal nunca debió zarpar en la estación de tormentas. Tampoco el paisaje lacustre debió ser alterado. Y es que tratar de domesticar el mar y la tierra al gusto de las personas tiene consecuencias devastadoras.
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