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Jane Austen decía que la Historia, además de pesada, debe ser en su mayor parte pura invención…
En los años sesenta del pasado siglo se abrieron muchas cajas de los truenos respecto a qué clase de Historia era la que generaba en mentes tan preclaras ... tal desdén. Una de ellas fue la denostada Microhistoria, que pretendía narrar la Historia a través de la experiencia de personas desconocidas y, en apariencia, sin ninguna relevancia histórica a través de fuentes como los archivos judiciales. Fue así que el caso de un molinero veneciano del siglo XVI, declarado hereje por sus ideas sobre Dios y el Universo, logró hacerse casi tan famoso como Galileo o Giordano Bruno de mano del profesor Carlo Ginzburg. En esas fechas también se abrirá paso la que ahora llaman 'Historia de género'. O, a veces, Historia de las mujeres. Seguramente estas nuevas maneras de narrar la Historia habrían supuesto un shock para Jane Austen, puesto que la hoy famosa novelista habría tenido que constatar que, después de todo, los historiadores -que no los cronistas- narran, ahora sí, una Historia que ella seguramente habría aprobado. Y disfrutado. Y es que siguiendo esa metodología para acercarse al pasado -a través de documentos judiciales, buscando personas desconocidas, sin discriminarlas por pertenecer al género femenino- reporta descubrimientos cuando menos interesantes. El caso de una vecina del puerto de Pasajes a finales del siglo XVII, en los tiempos del majestuoso Rey Sol, es un buen ejemplo.
Se llamaba Francisca de Garay y a fecha de hoy lo que sabemos de ella es apenas un relámpago de unos pocos años (de 1676 a 1681) en medio de una oscuridad histórica que la cubre antes y después. Pero aun así ese pequeño fragmento es más interesante que muchas novelas. Empezando por las de Jane Austen, por ejemplo…
Francisca de Garay, desde luego, era una mujer de carácter. Es gracias a eso, quizás, por lo que generó unos cuantos documentos que la vida de una persona más tímida no habría llegado a producir. Son esos escritos (que hoy conserva el Archivo General guipuzcoano) los que permiten reconstruir aquella vida que, en principio, se podía creer era tan sólo la de una tranquila ama de casa burguesa de un puerto no muy populoso como el de Pasajes.
Es así como nos enteramos de que esa primera impresión, superficial, engañosa, se desvanece apenas nos acercamos a ese Pasajes del siglo XVII que se parece poco al actual. Ese puerto guipuzcoano -divido por mitad entre San Sebastián y Hondarribia en la época- no es Marsella o Londres, pero en él se mueven impresionantes máquinas de guerra naval, balleneros con rumbo a latitudes que parecen míticas, a tierras cubiertas siempre de hielo y habitadas por monstruos como los narvales o las ballenas, y junto a estos hay también barcos mercantes que hacen largas rutas que hoy parecen casi un agradable crucero, pero que en la época son una incierta aventura.
Un peligroso negocio éste para una mujer que decidía casarse con un maestre de navío o capitán y debía estar dispuesta a asumir el papel de administradora y garante de los intereses de la pareja mientras él seguía el azar de la brújula, los vientos, las corrientes y algunos otros peligros añadidos así salía de la bocana de ese puerto.
Algo de lo que podía contar mucho el primer marido de Francisca de Garay, el capitán Bartolomé de Miner. Su último viaje fue extraordinariamente accidentado. Ocurrió en el verano del año 1676. La singladura era desde Pasajes hasta Cádiz, para llevar una carga comercial a ese gran emporio y regresar con suficientes ganancias para el armador del barco (el donostiarra Domingo de Beinza), el propio Miner y su mujer y algunos otros que habían puesto sus mercancías y esperanzas en ese periplo.
En el viaje de ida el capitán Miner tuvo suerte y ese favor de Dios del que habla en alguna de sus cartas a su mujer -conservadas en el archivo general guipuzcoano como CO LCI 1476- donde se describe ese viaje. Pero en la vuelta ocurrió lo que solía ser más que habitual en aquel Mediterráneo lleno de corsarios berberiscos que osaban llegar hasta las puertas del Atlántico. Tras dejar las ventas bien aseguradas -y también el giro del dinero por tierra merced a los numerosos comerciantes vascos asentados en aquella capital andaluza- Miner soltó amarras y puso proa al Norte. Fue entonces cuando él y su tripulación divisaron una imagen que llenaba de pánico a estos mercantes con escaso armamento y tripulación: velas berberiscas acuartelando viento para ponerse a la caza. Una señal inequívoca de que el barco de Miner era seguido por corsarios argelinos que pretendían abordarlo, rendir su pabellón y tomarlo como presa. Sabemos por boca de su viuda Francisca de Garay -y de otros testigos llamados a ese pleito sobre cierto dinero de aquel negocio- que tuvieron éxito, pues el capitán Bartolomé de Miner cayó preso de esos berberiscos y murió, como muchos otros cautivos cristianos, en Argel. Esperando el rescate o una aventurada fuga que para el capitán pasaitarra nunca llegó…
No sabemos con qué grado de pena se tomó ese revés Francisca de Garay. Lo cierto es que esta treintañera en 1679 estaba casada con otro capitán de Pasajes, Josef de Artia. Éste, al igual que Miner, daría ocasión a Francisca de Garay de vivir una vida nada banal, pues, como su difunto colega, él también trabajaba en una profesión de riesgo que en su época lo era aun más que hoy día.
Así lo vemos en 1679 cuando se ve envuelto con Francisca de Garay en un pleito (hoy conservado como CO ECI 1631 en el Archivo General) con un vecino por un asunto de lindes entre sus casas. El capitán Artia no podrá atender al caso y lo pondrá en manos de Francisca por medio de un poder judicial en el que dice que, en ese momento, salía para Terranova a la pesca de bacalao…
Todo indica que ese viaje al extremo Norte salió bien, que su barco no arrumbó contra la banquisa o fue atacado por un cachalote. Josef de Artia regresó, desde luego, porque dos años después lo encontraremos involucrado en un incidente nada menos que con la flota de Luis XIV y que llevará a Francisca de Garay a un larguísimo viaje. Nada menos que hasta las puertas de Versalles para allí pedir a la reina María Teresa que intercediera para lograr la liberación de su marido, apresado por faenar en aguas que el Rey Sol consideraba propias. Ahí, en estos terrenos en los que la Historia parece volverse ficción, perdemos la pista, de nuevo, a Francisca de Garay que vivió esta vida que, por sorprendente que nos pueda parecer hoy, tenía poco de extraordinario en aquel puerto guipuzcoano de Pasajes en los tiempos de los corsarios berberiscos, en los tiempos del Rey Sol…
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