Que el sistema de la Restauración borbónica -creado tras el fin de la Tercera Guerra Carlista en 1876- no podía durar mucho más, era casi un lugar común al inicio de la década de eso que los caprichos de la tan manida 'memoria histórica' han ... calificado como los 'Felices Veinte'. O incluso los 'Locos Veinte', para reflejar mejor el desenfreno que recorre el mundo occidental que emerge, horrorizado, de las trincheras y con el respeto perdido al viejo mundo anterior a 1914, como tan bien lo reflejaron los escritores estadounidenses (desde Scott Fitzgerald a Faulkner pasando por Dos Passos) que vivieron aquel cataclismo.
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Aunque España se había mantenido neutral durante el conflicto, no pudo quedar al margen de lo que éste había traído. En 1917 la corte de verano, San Sebastián y el conjunto del territorio guipuzcoano, donde todo parecía transcurrir con extraordinaria placidez 'Belle Époque', había sufrido, de lleno, los ecos de la revolución bolchevique que había triunfado en Rusia, liquidando tanto el Imperio zarista como el gobierno de la Izquierda moderada de Kérenski que lo había remplazado de manera vacilante.
En ese año de 1917 los sindicatos obreros (cada vez más pujantes) y otras fuerzas izquierdistas, habían proclamado el ansiado sueño de los proletarios tan bien reflejado por otro gran escritor yankee, Jack London, en algunos de sus relatos: la Huelga General revolucionaria que iba a poner de rodillas a la Burguesía (esa misma que veraneaba tranquilamente en San Sebastián, por ejemplo, tomando el aperitivo en el 'Café Suizo y de la Marina' del Boulevard).
Lo cierto es que en tierras guipuzcoanas (y más aún en su capital) los grandes sueños teóricos reflejados por Jack London en relatos como 'La Huelga General' o 'El Talón de Hierro', quedaron en un débil espasmo, reprimido rápidamente por las fuerzas armadas a disposición de la rutilante burguesía que se divertía en las playas donostiarras -o en el Sardinero santanderino- y dilapidaba sus inacabables fortunas en grandes casinos como el de San Sebastián.
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Sin embargo, tras el asentamiento definitivo de los bolcheviques en Rusia y las intentonas comunistas en Alemania y en Italia a partir del fin de la guerra mundial, el aviso dado en 1917 -desde Irun hasta Algeciras- con aquella Huelga General revolucionaria parecía más amenazante que nunca. La clase dirigente española tenía muy presente el caso italiano, más que el ruso o el alemán. Italia, como la España de 1876, había calcado el sistema parlamentario británico de dos grandes partidos (uno conservador y otro más progresista) moderados por la Corona correspondiente que, se suponía, debía conseguir en ambos países los buenos resultados económicos y políticos que había conocido Gran Bretaña.
Todo fue más o menos bien -tanto en España como en Italia- según ese guion político prestablecido hasta el año 1914. De hecho España, por su posición neutral, salió de la Gran Guerra en 1918 nadando en la abundancia, habiendo experimentado un gran avance económico. Pero los problemas de fondo persistían insistentes. Como señala otra gran obra literaria sobre la época -'La verdad sobre el caso Savolta' de Eduardo Mendoza- los beneficios obtenidos con la venta de material de guerra y otros pertrechos fabricados en España no llegaron a una clase obrera cada vez más resentida y combativa.
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La miseria junto al lujo no suele tener precisamente efectos calmantes en estos casos. Barcelona, donde las diferencias eran más sangrantes, se convertirá en lo que algunos poéticamente llamaron la Rosa de Fuego. En términos más realistas: un verdadero campo de batalla entre militantes anarquistas y pistoleros contratados por la patronal y sus sindicatos 'amarillos'. San Sebastián, por supuesto, aunque disfrutaba de una sociedad más nivelada, tampoco tenía muchas posibilidades de escapar a ese terremoto político que tambaleaba aquel mundo aparentemente tan bien ordenado que se podía contemplar en el Gran Casino o en el Boulevard. O en la Avenida con sus exclusivos clubs erigidos a apenas diez minutos andando de plazas como la de Easo, donde los proletarios que servían toda esa maquinaria del Turismo de lujo, o las fábricas del Antiguo, tenían que usar baños públicos para asearse y vivían en casas que distaban mucho del confort burgués de las de esa Avenida.
Así pues, al filo de 1923, hace ahora cien años, todo parecía fallar. El asesinato del vitoriano Eduardo Dato por pistoleros anarquistas fue toda una conmoción. Dato había tratado sinceramente de mejorar la suerte de ese proletariado, buscado una vía de acuerdo a la inglesa y, sin embargo, por eso mismo (entre algunos otros motivos) había sido eliminado por aquellos a los que se suponía quería beneficiar. Porque sus líderes opinaban que esa mejora del nivel de vida de los obreros era tan sólo una concesión, una limosna que pretendía evitar que ese proletariado se hiciera con el control de la sociedad por medio de la revolución…
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Para algunos elementos militares impacientes aquello demostraba que esas masas obreras sólo podrían ser contenidas y encauzadas con mano dura antes de que tomasen el Palacio de Miramar o el de Oriente en Madrid (según fuera la revolución en verano o en invierno) y que la deficitaria imitación del sólido sistema británico en España era incapaz ya de sostener todo el entramado político -más o menos deferente y civilizado- anterior al año 1917. Por lo tanto esos sectores pensaban que había que actuar, antes de que las cosas fueran más lejos. Como en Italia, donde sólo la llegada de Benito Mussolini, un líder providencial (para esa parte de la opinión pública), había impedido que la revolución bolchevique lograse asentarse en la península vecina. Tan cerca de Barcelona, tan cerca de España…
Fue así como Miguel Primo de Rivera, que conocía de primera mano el polvorín social en el que se había convertido Barcelona, proclamará el estado de guerra allí. El rey, cabeza suprema del Ejército que en esos momentos veranea, como de costumbre, en San Sebastián, debía pronunciarse al respecto, dejando -con su rechazo- al general en la estacada o bien, con su aquiescencia, aceptando ese radical giro político.
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La Estación del Norte donostiarra fue testigo de que, finalmente, don Alfonso aceptaba lo hecho por Primo de Rivera. Tal y como constataba agriamente el periódico republicano 'La Voz de Guipúzcoa', el monarca daba por terminada la estancia de su corte de verano en San Sebastián el 14 de septiembre y regresaba a Madrid luciendo uniforme de diario de Capitán General… El golpe quedaba pues sancionado con ese pequeño gesto simbólico.
Empezaba así un peculiar régimen que duraría hasta el año 1930, dando mucho que hablar -y escribir- acerca de él, todavía hoy, cien años después de aquellos hechos. Sobre todo en uno de los principales escenarios donde actuará el régimen: ese San Sebastián que seguiría siendo la corte de verano de esa monarquía dictatorial y posteriormente, no por casualidad, la ciudad donde se fraguaría la conspiración republicana que acabaría con ese 'Directorio'...
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