Ilustración medieval que representa la denuncia de un esposo por adulterio
Historias de Gipuzkoa

Historias de adulterio en la Gipuzkoa medieval

Marina, Magdalena y María son algunas de las mujeres que desafiaron la moral de la época a pesar de que el castigo podía conllevar la muerte

Ana Galdós Monfort

San Sebastián

Martes, 11 de abril 2023, 06:38

Un día de 1485, Zestoa se despertó con el anuncio de un trágico suceso: Marina Juango de Paguino y Martín de Gorosarri habían sido asesinados. ... La noticia se pregonó por las calles de la villa, se coló en todas las casas y se comentó durante la homilía. Mientras algunas personas se sorprendieron con el homicidio, otras lo habían imaginado.

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El crimen lo había cometido Beltrán de Alzolaras, él mismo lo había confesado. De hecho, tras el asesinato se presentó en la cárcel de Zestoa y contó lo sucedido. Dijo que había encontrado a Marina teniendo relaciones sexuales con Martín, de modo que, tal y como establecía la ley, él estaba en su derecho de matarlos.

Las autoridades lo encerraron y comenzaron con las averiguaciones. Primero, interrogaron a los familiares y amistades de Marina, Beltrán y Martín. Después a toda persona que hubiera visto algo. Los testimonios confirmaron que Marina era la esposa de Beltrán y que esta tenía una relación extraconyugal con Martín. Dijeron que el marido había sorprendido a los amantes en pleno acto sexual. Tras varios días escuchando las testificaciones, el juez emitió el fallo y exoneró a Beltrán de toda culpa.

El adulterio era un delito grave

Según los valores de la Edad Media, Marina había cometido uno de los delitos más graves. Por una parte, la moral cristiana entendía el sexo como un medio para perpetuar el linaje y condenaba el deseo sexual. Por otra, las creencias de la época consideraban que una relación extramatrimonial introducía impurezas en la sangre de la mujer, en consecuencia se corrompía la descendencia. Además, la Justicia lo consideraba una ofensa contra el cónyuge, puesto que ponía en peligro la transmisión del patrimonio y la legitimidad del linaje. En definitiva, el adulterio atentaba contra tres valores básicos para la sociedad medieval: el sacramento del matrimonio, la perpetuidad de la familia y el honor de la persona.

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De modo que Beltrán consideró que el asesinato estaba justificado. Sin embargo, era consciente de que tomar la justicia por su cuenta conllevaba un gran riesgo. A partir de 1480, después de que la reina Isabel y el rey Fernando fueron coronados reyes, cualquier persona que ejerciera la violencia privada se enfrentaría a un juicio. En casos de adulterio, el marido ultrajado podía matar a su esposa si un juez lo determinaba, pero solo después de que se demostrara la infidelidad ante un tribunal.

Por eso, tras matar a los amantes, Beltrán se presentó en la cárcel y lo confesó todo. A pesar de haber actuado sin la autorización de un juez, sabía que la Justicia le daría la razón, pues no había prueba más clara de adulterio que encontrar a una esposa en pleno acto sexual con otra persona.

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Representación de una humillación pública por adulterio.

Otro caso de adulterio fue el de Magdalena de Alos. Su familia había acordado un matrimonio con Lope Ibáñez de Elorriaga, en el que se comprometía a entregar una dote de 35 florines de oro, cinco camas, ropas de vestir y ajuar de casa. El enlace se celebró en Deba y, tras unos años de matrimonio, Magdalena inició una relación extramatrimonial. Sin embargo, Deba era una población pequeña, así que los rumores de infidelidad pronto le llegaron a Lope.

En 1492, tras un proceso judicial Lope demostró que Magdalena se veía con otro hombre. El juez falló que el esposo degollase a los amantes «e sy non quisiese fazerlo por sý, que mandava que fuesen degollados por otro con cuchillo o puñal bien asido por las gargantas».

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Además, el juez estableció que tanto la dote de Magdalena como los bienes del amante pasarían a ser propiedad del marido ultrajado. No obstante, poco tiempo después de la sentencia, el juez recibió una apelación: Marina Sánchez de Aqueberro, la madre de Magdalena, quería revisar la condena. Aunque no pudo evitar la muerte de su hija, Marina logró que el juez le devolviera los 35 florines de oro, las cinco camas, las ropas de vestir y el ajuar de casa. Si bien no pudo salvar a su hija, al menos impedía que el asesino se quedara con los bienes que habían otorgado como parte de la negociación conyugal. Al fin y al cabo, el contrato matrimonial se había anulado tras la muerte de Magdalena.

En ocasiones la adúltera era condenada a que le raparan el cabello.

A veces, las sentencias eran menos duras. En ocasiones, el juez condenaba a la adúltera a que le raparan el cabello. En otros casos, a que la azotaran en un lugar público o a que la pasearan desnuda por las calles. También podía ocurrir que el marido la perdonara. Entonces la pareja firmaba un documento que, con el nombre de «carta de perdón de cuernos», servía para asegurar que, más adelante, el marido no se tomaría la justicia por su mano.

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Un delito femenino

Aunque los amantes de Marina y de Magdalena sufrieron la misma condena que ellas, esta fórmula no era común. En general, el hombre recibía castigos menos severos que la mujer. La mayoría de las veces ni tan siquiera era procesado, otras, le sancionaban con una multa. Sin duda, esta diferencia en la penalización era el resultado de las creencias morales e ideológicas de la época. No hay que olvidar que si una mujer adúltera quedaba embarazada, su entorno podría cuestionar la legitimidad de la criatura y generarse disputas en la herencia.

Ahora bien, cuando el adúltero era el esposo, el asunto se resolvía con una multa, con una leve amonestación o simplemente no había consecuencias. La sociedad toleraba mucho mejor la infidelidad masculina. En todo caso, la esposa podía acudir al Tribunal Eclesiástico para solicitar la nulidad del matrimonio. De hecho, si se demostraba el adulterio, la Iglesia concedía el divorcio.

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Espionaje a una pareja de adúlteros.

Otra mujer condenada por adulterio fue María de Olaegui, una vecina de Elgeta. Cuando su marido se dio cuenta de la infidelidad, interpuso la denuncia. Entonces, María huyó de su casa, una estrategia empleada por muchas parejas adúlteras. Si una mujer tenía los recursos y la ayuda necesaria, escapaba a Francia o a Navarra, donde rehacía su vida o esperaba allí a que el asunto se calmara. No se sabe a dónde se marchó María, pero logró huir. A pesar de ello, su marido continuó con el proceso judicial y las autoridades trataron de localizarla para que pudiera presentar las alegaciones.

Durante varios días, un pregonero recorrió la villa anunciando que se buscaba a María. Nadie respondió al llamamiento y María continuó en paradero desconocido. Tres meses más tarde, al no presentarse ante la Justicia, la acusaron de rebeldía.

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En el verano de 1507, un juez emitió el fallo. El día que la apresaran la montarían en un asno y le atarían las manos y los pies. Después se la entregarían a su marido, que recorrería la villa para que todo el mundo la viera. Además, un pregonero iría anunciando el motivo de la condena. Una vez terminado el itinerario, irían a la plaza donde el marido tendría la opción de matarla o hacer con ella lo que quisiera. Por si todo eso fuera poco, el juez dictó que la dote de María pasaría a ser propiedad de su marido.

Marina, Magdalena y María son solo algunas de las mujeres que en la Edad Media desafiaron la moral de la época. A pesar de saber que pagarían un precio muy alto si eran descubiertas, se atrevieron a transgredir las normas y los roles sociales. Al igual que muchas otras mujeres, encontraron maneras de trastocar el orden establecido. Dado que en aquella época el matrimonio era un acuerdo de conveniencia, las relaciones extramatrimoniales se convirtieron en una forma común de satisfacer el deseo sexual y la carencia afectiva.

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