La llamada «Gran Caza de brujas europea» parece ser uno de los pocos temas de Historia que despiertan el interés de un público general al que, también en general, la Historia parece que le interesa bastante poco.
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Ese tema al que en los medios académicos ... se suele describir, en efecto, como «Gran Caza de Brujas europea», es algo que ocurrió entre, aproximadamente, el año 1487, cuando se publica el tratado de Institor y Sprenger titulado «Malleus Maleficarum» («El Martillo de las Brujas») y finales del siglo XVIII, cuando se ejecuta en Suiza, en 1782, a Anna Göldi, una de las últimas acusadas de Brujería.
A partir de esos hechos comprobados se han sacado conclusiones a veces un tanto peregrinas. Por ejemplo que esa Gran Caza de brujas fue una especie de genocidio selectivo destinado a exterminar, y sojuzgar, exclusivamente a las mujeres. O bien, recientemente, para exagerar de manera patriotera que España fue uno de los primeros países europeos en desterrar la persecución de ese crimen imaginario, delirante, basado en alucinaciones y supersticiones.
Sin dejar de ser cierto que últimamente se ha querido ver en el inquisidor Alonso de Salazar y Frías más de lo que fue en realidad (y ya contaron bien Gustav Henningsen o Julio Caro Baroja), no deja de ser verdad -histórica- que en los dominios españoles la Inquisición, máxima autoridad religiosa, con poder de vida y muerte sobre asuntos como los de la Brujería, descartó, entre 1610 y 1614, gastar tiempo y energías en perseguir eso que se creía verdadero en el resto de Europa.
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Es cierto pues que, pese a la fama de las brujas vascas en la imaginación popular (compitiendo duramente con las anglosajonas), a partir de esas fechas esas provincias dejaron de ser un lugar propicio para horrores como los que se perpetraron, por ejemplo, en la Alemania de la primera mitad del siglo XVII, donde se registraron miles de víctimas debidas a esas acusaciones de Brujería que hoy nos parecen tan fantásticas en el peor sentido de esa palabra.
Así, en territorios como el guipuzcoano, se descartó muy pronto, a partir de 1611, la acusación -vuelta por lo general contra ciertas mujeres- de acudir volando por las noches a reuniones de brujas en las que se adoraba al Diablo a cambio de poderes mágicos y otros cargos que hoy parecen tan sólo eso: fantasías destinadas a causar daño a vecinos de los que hacían tales acusaciones que, según ha ido descubriendo la investigación histórica más seria, tan sólo habrían tratado de perjudicar a las acusadas -y a los acusados, cuando lo hubo- con fines que iban desde la simple maledicencia a intereses más espurios. Como librarse de la presencia de alguien a quien el acusador o acusadora consideraban molesto para su persona o intereses económicos.
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Pero, aun así, la cuestión de la Brujería tardó mucho en desaparecer, extraoficialmente, de tierras vascas.
Es posible que, desde 1611 en adelante, los tribunales vascos, y por ende guipuzcoanos, rechazasen toda acusación -siquiera somera- de la existencia de brujas, cuando fueron escarmentados por el inquisidor Salazar y Frías con respecto a los rumores que habían circulado por las calles hondarribiarras en ese año. Sin embargo, en la que historiadores como Peter Burke han descrito como «cultura popular», la idea persistió. Tercamente.
Así la sede azkoitiarra del tribunal del corregidor guipuzcoano recibirá en 9 de agosto de 1689 una queja muy habitual, en tribunales como ese, desde el año 1611 en adelante. En este caso era una querella puesta por un campesino andoaindarra llamado Esteban de Arizmendi. En ella este hombre formulaba una acusación inversa a la que había sido habitual en la Europa al Norte de los Pirineos a lo largo de ese siglo que se acercaba a su fin. Así pues Esteban de Arizmendi no acusaba a nadie de practicar la Brujería. Todo lo contrario: él se querellaba contra uno de sus vecinos -y probablemente pariente lejano suyo- porque le había insultado gravemente con palabras muy sonoras. Tales como que era un «franzes gascon» cuya familia andaba en fama de ser de «mucha y mala raza de Brujas».
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La noche en la que ocurrieron los hechos, Ignacio de Echebeste, que así se llamaba el autor de esos insultos, tuvo que poner tierra de por medio entre Esteban de Arizmendi y él, pues cuando sobraron las palabras iban a hablar las espadas que los campesinos guipuzcoanos, como hidalgos natos que eran, portaban con la misma soltura que cualquier otro noble de aquella Europa barroca. Y más en noches de fiesta en las que acudían a ese gran teatro de su pequeño mundo que eran las plazas públicas de sus villas. Donde había que dejar claro que los escudos nobiliarios tallados en la entrada de muchos caseríos guipuzcoanos, eran algo más que piedra ornamental.
La sangre no llegó a correr en esos momentos porque Ignacio de Echebeste se refugió tras la puerta de su propio caserío en esa víspera del día de Santiago, perseguido por un airado Esteban de Arizmendi. Aun así, como declaraban los testigos presentados al caso, Echebeste no dejó de insultar a su perseguidor parapetado tras su puerta. Dice por ejemplo Miguel de Elizagarate que vio como Esteban de Arizmendi persiguió, en efecto, a Ignacio de Echebeste -y a quienes le habían secundado en sus insultos- hasta las puertas del caserío de Arizaga y que allí Esteban de Arizmendi, el acusado de ser de raza de brujos, respaldado por otros vecinos de su clan familiar, provocó a Ignacio de Echebeste a seguir sosteniendo ese insulto. Echebeste, según ese testigo, no dudó en hacerlo. Pero sólo a través de la seguridad que le daba la puerta puesta de por medio entre él y Esteban de Arizmendi. Fue así como le dijo que era «franzes Gascon Villano y de casta de brujos».
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Aquello era un eco lejano de los años 1610, 1611... en los que los rumores de Brujería llegaban desde el otro lado del Bidasoa -alentados por la implacable cacería del juez Pierre de Lancre- identificando así «francés» con «brujo» y quedó tan sólo en una amonestación judicial para quien creía en brujas, todavía, en el año 1689. O al menos consideraba que podía insultar a uno de sus vecinos con esa injuria que, en otras partes de Europa, aún habría dado lumbre a una hoguera tras una histérica investigación por otros jueces más crédulos.
Sin embargo no deja de ser curioso que casi un siglo después, en el verano de 1753, una Isabel de Arizmendi tuvo que querellarse contra Francisco de Burgoa y su mujer Gracia de Yanci porque, decía esa descendiente ya lejana de Esteban de Arizmendi, estos la maltrataban y la insultaban constantemente llamándola «bruja». Volvían así los rumores de Brujería a las calles hondarribiarras más de un siglo después de que el inquisidor Salazar y Frías comenzase a refrenarlos y recaían, curiosamente, en una mujer con el mismo apellido de aquel Esteban de Arizmendi que en 1689 había sido insultado con esas mismas palabras...
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