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Un cuadro de Donostia del siglo XVIII, obra de Luis Paret, ubicado en el Palacio de La Zarzuela
Un libelo antidonostiarra de 1700
Historias de Gipuzkoa

Un libelo antidonostiarra de 1700

Políticos corruptos, curas lujuriosos, mujeres caprichosas... La descripción de San Sebastián por un británico anónimo no deja títere con cabeza

Lunes, 14 de abril 2025, 00:09

Si a imitación de los premios anti-Oscar o de los premios anti-Nobel, se instituyese un anti-Tambor de Oro, su palmarés debería encabezarlo el autor de 'An account of Saint Sebastian'. Este libelo publicado en Londres en 1700 permaneció olvidado hasta que en 1943 Manuel Conde López, propietario de Librería Internacional, lanzó una edición bibliófila ilustrada con un plano, simpáticas viñetas de Carlos Ribera y dos aguafuertes. En 1985 se reimprimió con amplia difusión, razón por la cual es obra bastante leída y conocida por los lectores guipuzcoanos.

Corrosiva, maledicente y de muy mala baba, la breve 'Descripción de San Sebastián relativa a su gobierno, costumbres y comercio' que firma «uno que acaba de venir de allí» (anónimo en quien el editor Conde López cree identificar a un anglicano patriota en una época en la que España e Inglaterra estaban a la greña), no deja títere con cabeza en su repaso a la ciudad y a la forma de vida de los donostiarras de finales del siglo XVII.

Facsímil de la primera edición en Londres, año 1700.

Al infierno vía la isla Santa Clara

De entrada, el 'marco incomparable' parece dejarle frío... o más bien 'frito', dado que al parecer en Donostia hacía mucho calor, incluso más que en otras ciudades meridionales, circunstancia que explica el cronista por «la reverberación del sol desde el monte del Castillo, por un lado, y de la arena de la playa por otra». Extraño detalle, porque históricamente los viajeros que se han quejado del clima donostiarra han aludido a la lluvia, pero nunca, hasta donde sabemos, a un microclima sofocante.

El libelista lenguaraz abre su cañoneo dialéctico atacando el sistema defensivo de la supuesta plaza fuerte. Abajo, el hornabeque y el revellín que protegen la Puerta de Tierra son muy ordinarios, se hallan en ruinoso estado y no guardan las debidas proporciones. Y arriba, en Urgull, el castillo no sirve de nada salvo para deleitarse con sus excelentes vistas al mar. Dispone de dos baterías con cañones, pero ubicadas a tanta altura que les resultaría difícil hacer blanco contra los barcos que intentasen entrar por la bahía. Pese a todo, a los lugareños les enorgullece la fortaleza y lo ilustran con una frase atribuida a Carlos V (para quien se la quiera creer, que no es el caso del cronista): «Que reconquistaría toda España si solo le dejaran el castillo de San Sebastián».

En cuanto a la dotación militar, el contingente defensivo está compuesto por una tropa de pordioseros que piden dinero con malas maneras, y si no se les da «se encaran con los extranjeros».

La isla Santa Clara servía en aquel entonces como cementerio de herejes (es decir, de todos los que no fuesen cristianos católicos). Durante la conducción, hombres y mujeres acompañaban al cadáver celebrando su condena al grito de «¡Al infierno!, ¡al infierno!». El único habitante de la isla era un ermitaño de la orden de San Francisco que vivía de las limosnas y ayudaba al trasiego del vino de los barriles. Por ello estaba siempre borracho, así que lo echaron y metieron en su lugar a un caballero conspicuo que purgaba una pena de catorce años confinado en el islote.

Un mundo aparte

Cada año en víspera de la Navidad se renueva el gobierno municipal mediante sorteo al que solo pueden concurrir los varones propietarios y de acreditada hidalguía (en total, un centenar de vecinos). Los electos se aprovechan del cargo para su beneficio personal, «y esto lo hacen a la faz del mundo y sin ningún escrúpulo». Hay mucha corrupción a pesar de que en este país «todos, desde el más alto al más bajo, se enorgullecen de su familia, de su nobleza y tienen sus 'puntillos de honor'».

Porque, como a muchos otros visitantes al correr de los siglos, al británico le llamaba la atención el orgullo de un pueblo que se consideraba aparte, «en oposición con el resto del mundo». Cada quien se sentía tan importante como el que más, al margen de su estatus social. Por ejemplo, los arrantzales nada más atracar en el muelle se enfundaban con sus capas y largas espadas que sus esposas les tenían preparadas, y de esa guisa «el marido pasea majestuoso por la ciudad, mientras su mujer lleva la cesta del pescado en la cabeza para venderlo en la plaza del mercado». Por tanto, la mujer se ocupaba del acarreo y el comercio del pescado mientras el marinero se exhibía presumidamente cual caballero de alcurnia.

Dibujos de Carlos Ribera para la edición de 1943.
Imagen principal - Dibujos de Carlos Ribera para la edición de 1943.
Imagen secundaria 1 - Dibujos de Carlos Ribera para la edición de 1943.
Imagen secundaria 2 - Dibujos de Carlos Ribera para la edición de 1943.

La Meca de la gastronomía que hoy es Donostia quedaba aún lejos. El menú cotidiano se componía invariablemente de una taza de caldo de carne con migas de pan, carne asada, carne cocida y postre. Pero, poco diestros en el punto de preparación, estropeaban lo mollar sirviéndolo seco en un caso y requetecocido en el otro. Eso sí, vino no faltaba por ser este, junto con el aceite y el hierro de las ferrerías, principal producto comercial. Solo cuando escribe sobre el morapio, el inglés parece 'venirse arriba'.

Novios con derecho a 'cata y devolución'

Cerca de ochenta curas atendían espiritualmente a una población cercana a los seis mil habitantes, la mayoría tan ignorantes que ni sabían la lengua del culto, el latín. Escasa era su ganancia pero ello no les impedía vivir holgadamente con la generosidad de los vecinos que les abrían sus puertas y despensas. Tampoco echaban en falta los placeres de la carne. Y aquí se advierte la inquina del inglés contra los clérigos 'papistas' (como llamaban los anglicanos a los católicos), descritos como hipócritas disolutos que se aprovechaban de las inocentes feligresas animándoles a pecar juntos con la promesa de que el clérigo cargaría con todo el peso de la penitencia. Por ello, «casi todos tienen tres o cuatro hijos, pero no por eso son censurados».

La población femenina gozaba de absoluta libertad sexual, según el viajero: «El miedo que toda mujer tiene de perder su reputación o malograr su porvenir, aquí no existe; porque si un hombre tiene un hijo con una mujer, esta no pasa por prostituta; simplemente, el hombre se queda con el niño, y si la moza no tiene dinero le da una dote, ella se casa, y no por eso es mal mirada».

Y aún queda la traca final, suerte de sublimación del empoderamiento sexual femenino: «Otras ventajas tienen las mujeres en este país: después de concluidos todos los contratos y arreglos del matrimonio y fijada la fecha de la boda, la mujer tiene la libertad de invitar a su novio a que le pruebe que es un hombre, y si no queda satisfecha, se anula el contrato, siendo considerada tan doncella como antes». Es decir, que las mujeres tenían derecho a 'cata y devolución' de sus prometidos.

Todo esto malamente se compadece con lo que sabemos por investigaciones históricas de mayor solidez que demuestran el enorme control social que existía sobre las mujeres, cuya honra y decencia constituía un capital fundamental en todas las clases sociales.

Por tanto, considerémoslo como algo más bien anecdótico y chocarrero.

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