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Quizás parezca insólito siquiera plantear si un espacio como La Concha donostiarra, tan ligada en nuestro imaginario al veraneo, a las temporadas de playa, podría haber sido, alguna vez, algo distinto a esa extensión de varios kilómetros ocupada hoy por toallas de playa, toldos y veraneantes.
Algo como, por ejemplo, un escenario parecido a los de novelas breves como 'La posada de Jamaica' y 'Moonfleet' o largos seriales como 'Poldark' (convertida, dos veces, en exitosa serie de Televisión). Es decir: un nido de contrabandistas que, con el tiempo, como decía otro novelista británico -Julian Barnes- han acabado curiosamente convirtiéndose en una señal de identidad de ese país.
La respuesta a esa interrogante, si la buscamos en nuestros fértiles archivos, es que, por sorprendente que parezca, el puerto donostiarra, la isla de Santa Clara, la playa de La Concha, la de Ondarreta… sí que fueron escenarios no muy distintos a los del Cornualles y el Dorset del siglo XVIII que aparecen en esas novelas hoy tan famosas. Y más o menos en las mismas fechas.
Así es: los fondos del archivo general guipuzcoano nos dicen, por ejemplo, que hubo un tiempo en el que La Concha bullía de contrabandistas. Casi del mismo modo en el que ocurría en esos acantilados de Cornualles o Dorset que tanto dieron que hablar a las plumas de Daphne du Maurier, John M. Falkner o Winston Graham.
Un ejemplo de ello ocurrió a principios de mayo del año 1750 según el documento del archivo general guipuzcoano clasificado como JD AM 106. En él se recoge un minucioso informe en el que los dos alcaldes que rigen la ciudad de San Sebastián en ese año, dan cuenta a la Diputación guipuzcoana de lo que había ocurrido en ese 'marco incomparable' de La Concha desde el 4 de mayo. Algo que no tenía nada que ver con tomar el sol tranquilamente o darse un tonificante baño de mar…
El asunto era bastante grave para la perspectiva de aquellos caballeros que, merced a su buena posición económica y su probada hidalguía, eran electores y elegibles para regir los destinos de la ciudad en aquel siglo que llaman 'de las Luces'. Tan grave como la entrada, sin pagar derechos de aduana, de un bien -el tabaco- que producía numerosos ingresos al estado a cuyo servicio estaban hombres como esos que ostentan la vara de alcalde en la ciudad en aquel año de 1750.
En cumplimiento de su deber, esos dos alcaldes tomaron todas las medidas necesarias para poner coto a aquella expedición de contrabandistas que su eficaz sistema de espionaje había descubierto con la proa ya enfilada hacia la ciudad y su bahía. Y lo hicieron de forma minuciosa. Así el documento remitido a Diputación dice que los alcaldes estaban, en efecto, bien enterados de lo que se preparaba. Sabían por tanto que el 4 de mayo de 1750 llegaría un barco cargado de tabaco de contrabando desde la localidad labortana de San Juan de Luz. Debía echar el ancla, o amarrar al menos, en una ensenada cerca del caserío 'Arroca', en la playa de Ondarreta y los riscos que ahora ocupa el famoso Peine del Viento de Chillida. Una vez allí un espía de los contrabandistas -que había sido ya localizado en la que el documento llama la taberna del Antiguo- avisaría a otra partida de contrabandistas que esperaban a los procedentes de San Juan de Luz en el caserío 'Anizqueta', laderas arriba del Monte Igueldo.
Para desmantelar tan bien organizada operación, los alcaldes donostiarras acudieron a la fuerza pública para capturar a los contrabandistas. En este caso pidieron al marqués de Montesanto -oficial al mando de la guarnición de la plaza fuerte que en esos momentos era la ciudad- soldados de élite. Es decir: varios granaderos.
Esta tropa fue desplegada en aquella noche del 4 de mayo de 1750 y quedó a la espera de las señales convenidas por los vigías puestos en la isla de Santa Clara y la torre de la punta del muelle donostiarra. Los de este último punto debían dar tres destellos de luz cuando vieran aproximarse a la bahía al barco contrabandista para empezar a descargar sus ilegítimos fardos de tabaco… En ese momento por tierra y mar se debía cerrar el dispositivo, obligando a los contrabandistas a rendirse con el mínimo de resistencia al verse cogidos entre dos fuegos.
Así el documento indica que los granaderos tomaron posiciones en tres puntos distintos del lugar en el que se suponía se iba a dar el desembarco y ya desplegados, entre los setos, se prepararon a cazar a los contrabandistas en cuanto apareciesen.
Lo cierto es que la operación fue todo un éxito. Pasadas las dos de la noche ningún puesto de vigía dio señal de la presencia de contrabandistas. Algo que, sin embargo, no desanimó a los alcaldes donostiarras, que decidieron zanjar a fondo aquel asunto de contrabando. Para ello, secundados por los granaderos, dejaron una seria advertencia en la taberna del Antiguo, que encontraron prudentemente vacía de posibles confidentes o espías de los contrabandistas. Tras esto hicieron otro tanto en el caserío 'Anizqueta', que fue registrado de arriba abajo, incluidas sus caballerizas, y sólo se abandonó tras interrogar a sus inquilinos, que juraron no había habido allí ni contrabandistas, ni hombres de armas algunos (exceptuados aquellos granaderos que iban con los alcaldes), ni a pie ni a caballo. Al menos aquella noche…
Obviamente el avezado servicio de espionaje de los contrabandistas que operaban en la bahía donostiarra había impedido que la cosa acabase en una de esas emboscadas en las que tantos contrabandistas de aquella Europa ilustrada cayeron (y que tantas páginas permitieron escribir a Daphne du Maurier, John M. Falkner o Winston Graham). Lo cual fue un éxito para ellos. Si bien también lo fue para las fuerzas de la ley y el orden, para la 'gentry' de San Sebastián que, al menos aquella noche del 4 de mayo de 1750, impidió la descarga de lo que parecía un gran alijo de tabaco de contrabando que tanto daño podía haber causado a la Hacienda Real como a la reputación de comerciantes honestos de la mayoría de los donostiarras…
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Ángel López | San Sebastián e Izania Ollo | San Sebastián
Fermín Apezteguia y Josemi Benítez
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