Hay en San Sebastián una calle dedicada a Catalina de Erauso. Hay también una asociación cultural -de larga e ilustre trayectoria- que lleva su nombre. Parece así que no se ha olvidado en esa ciudad un nombre que tenía muchas posibilidades de haber caído -como ... tantos otros- en el olvido. Al fin y al cabo era el de una mujer sin apenas rango y nacida en el siglo XVI.
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¿Cómo ha sido posible mantener ese recuerdo? Esa curiosa pregunta tiene una respuesta no menos interesante.
En San Sebastián, obviamente, se piensa, por lo general, hoy día, que nada de extraño tiene esto, pues al fin y al cabo Catalina de Erauso era una mujer nacida allí y que -se supone- algo hizo en su tiempo en este mundo para alcanzar cierta fama.
Es un razonamiento incluso lógico, pero lo cierto es que si el nombre de Catalina de Erauso ha perdurado hasta hoy día, ha sido casi por un azar en el que tienen que ver dos hombres de trayectoria personal bastante convulsa. Como corresponde a quienes vivieron en ese tiempo también convulso que llamamos hoy día «Romanticismo».
El principal responsable fue el pasaitarra Joaquín María de Ferrer y Cafranga. Hijo de un funcionario de la Armada española, será destinado -como todos sus hermanos- a la carrera del Comercio. Una con la que todos ellos se ganarían muy bien la vida, pero en la que no brillarán tanto como en otros campos. Como, por ejemplo, la Astronomía, en el caso de José Joaquín de Ferrer y Cafranga. O en el mundo editorial, como le ocurrió a Joaquín María. Dedicado a esa labor en París, publicará libros que hoy son verdaderas joyas bibliográficas. Tanto por sus contenidos como por su diseño.
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Y su valor aumenta si consideramos que los publicó en difíciles condiciones en la década de 1820, pues Joaquín María, como muchos otros liberales españoles, había huido a París en 1823 con la cabeza puesta a precio por un airado Fernando VII, cuando este rey recuperó el poder absoluto gracias al Ejército del duque de Angulema.
En ese exilio y en esa labor de editor, Joaquín María de Ferrer ofrecerá a sus lectores historias curiosas, que podían atraer a esa sensibilidad romántica que se regocija con historias góticas, con romances de tiempos pasados. Como los que escribía por entonces sir Walter Scott. Sin duda ahí el fino olfato de editor de Joaquín María de Ferrer acertó al elegir la historia de una muchacha donostiarra que, a principios del siglo XVII, se hace pasar por hombre emprendiendo la carrera de las armas -vetada a su sexo como tantas otras- y que además conseguirá, en medio de grandes aventuras en la América española, alcanzar rango de oficial por méritos de guerra contra los «salvajes» araucanos.
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Buena muestra de la buena puntería de Joaquín María de Ferrer con la elección del tema, es que su libro caería en manos de un conspicuo escritor del Romanticismo inglés: Thomas de Quincey, al que darán fama obras como una autobiografía en la que contaba su descenso al infierno de la droga. En ese caso el opio. Entra así en la Historia el segundo hombre responsable de haber conservado el recuerdo histórico de Catalina de Erauso, pues en 1847 le dedicará un largo relato basado en el libro editado por Joaquín María de Ferrer y Cafranga.
¿Acertaron tanto Joaquín María de Ferrer como Thomas de Quincey, el trastornado y atormentado, romántico, comedor de opio inglés, con su retrato de la Monja Alférez?
Lo cierto es que tanto uno como otro estuvieron a punto de hacer a Catalina de Erauso uno de esos favores que matan, tal y como se tituló un pequeño relato de otra eminencia literaria del Romanticismo: Henri Beyle, más conocido como Stendhal.
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Joaquín María de Ferrer dejó sembrada una duda en la Historia de la Monja Alférez que él editó: la de que, quizás, la autora de ese relato que él publicaba no había sido realmente una muchacha donostiarra huida del convento del Antiguo en 1607 y de la que nunca más se supo desde entonces. Así, la Catalina de Erauso que hoy conocemos habría sido algo parecido al también hoy famoso (gracias al Cine y a Gérard Depardieu) Martin Guerre. Es decir: alguien que se hizo pasar por otra persona y engañó durante mucho tiempo a parientes, amigos, autoridades… Ferrer, con una admirable destreza de historiador, se basaba para lanzar esa hipótesis en el contraste de documentos de diferentes archivos que mostraban discrepancias en las fechas que mencionan esas memorias, haciendo eso imposible que la verdadera Catalina de Erauso, por edad, hubiera sido la que firmaba esas páginas conteniendo sus hazañas.
El editor pasaitarra pensaba así que se trataba de una usurpadora, que, buscando ocultar su enrevesada historia de mujer metida a soldado, se fabricó una biografía a partir de lo que habría oído contar a su oficial superior: Miguel de Erauso. El hermano de la novicia donostiarra prófuga…
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De Quincey por su parte, aun reconociendo su deuda con el libro del «senor» Ferrer y sus diatribas sobre la autenticidad histórica de una donostiarra llamada Catalina de Erauso -convertida en hombre disfrazado y alférez- hace un relato semifantástico de esa vida, plagado de delirantes aseveraciones sobre la España de la época. Como que Catalina (para él «Kate») había sido abandonada en el convento por su padre porque para los hidalgos españoles una hija era una desgracia, hasta llegar así a una no menos fantástica conclusión, donde ella desaparecía sin dejar ni rastro en Veracruz. Justo cuando sus camaradas del Ejército la esperaban para homenajearla en un banquete de bienvenida a América...
En realidad ninguno de ambos autores supo situar a Catalina de Erauso en su verdadero contexto histórico. De los dos, Ferrer, sin embargo, es el que más se acerca al hablar de ella como un monstruo, como algo anómalo. Ahí De Quincey se pierde diciendo -en su linea tendente a lo fantástico- que «Kate» fue admirada como una especie de heroína «nacional» en España.
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En realidad Catalina de Erauso, fuera quien fuera realmente (la novicia o la usurpadora), llegó hasta los estrados del rey Felipe IV y los del Papa Urbano VIII -y sobrevivió- porque, como dice Ferrer, ni el Papa (ni el rey) querían desafiar la venganza de Dios al ejecutar a aquella mujer antinatural -un monstruo para esa sociedad barroca- porque como otros monstruos -enanos, locos, mujeres barbudas...- debía ser conservada como advertencia de los inescrutables designios de Dios, que así recordaba a los simples mortales que poco, o nada (aun siendo reyes o papas), podían saber de ellos, carentes de la Omnisciencia divina…
No otra cosa hizo que sobreviviese Catalina de Erauso, que su historia pudiera ser escrita y que, en pleno Romanticismo, dos -más o menos desorientados- hombres de letras consiguieran, casi por accidente, que ésta llegase hasta nuestros días en los que todavía quedaría mucho por aclarar y, sobre todo, para entender quién era realmente Catalina de Erauso. Aquel producto de una época tan extraña para la nuestra como la Europa del Barroco...
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