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En la primavera de 1501, varios operarios comenzaron arrancar las zarzas que cubrían el terreno denominado Errotaetxea, en la localidad de Aia. Por mucho esfuerzo que supusiera, tenían que lograr que el suelo quedara limpio de brezo, acebos y espinos. Esa era una de las primeras labores antes de comenzar a construir sobre ese terreno.
Una vez desbrozado el lugar, los operarios tomaron los picos y azadones para excavar una zanja larga y ancha. Debían conseguir canalizar el agua de la erreka Altxerri hasta el terreno desbrozado. Sin embargo, las quejas de varias personas que vivían en las casas del entorno impidieron que continuaran con esta labor. Según las protestas, los desbrozadores no tenían derecho a tocar aquel terreno.
La paralización de los trabajos llegó rápido a oídos de la promotora de la obra: María Ochoa de Segurola. Esta mujer había planificado construir una nueva ferrería en aquel terreno, un lugar que había pertenecido a su difunto marido. Además, unos meses antes, las autoridades de Aia le habían dado el visto bueno para que construyera la infraestructura. De manera que aquellas protestas de última hora solo podían explicarse por el miedo de algunas personas a que la ferrería les perjudicara. Ni las amenazas ni las protesta la iban a intimidar, así que se propuso terminar con lo que había empezado.
En realidad, María Ochoa de Segurola tenía un objetivo claro: trasladar la ferrería que había heredado de su marido a un emplazamiento más estratégico. Frente al viejo lugar, Errotaetxea ofrecía unas ventajas que merecía la pena aprovechar. Por una parte, estaba junto a una erreka con suficiente caudal; por otra, tenía fácil acceso a las fuentes de energía imprescindibles, como el carbón y la madera. Además, construir una nueva ferrería desde cero resultaba más económico que acondicionar y mejorar la vieja ferrería de más de un siglo de antigüedad.
Desde esta perspectiva, María Ochoa de Segurola decidió dirigir una carta a los Reyes Católicos. Sin duda, los monarcas prestarían atención a su solicitud, puesto que la construcción de ferrerías suponía una fuente de ingresos para las arcas reales. De hecho, la producción de hierro estaba gravada con un impuesto que contribuía a las finanzas del reino. Por tanto, era lógico pensar que obtendría el respaldo de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón para construir una nueva ferrería en Errotaetxea.
Así que encargó a un escribano que redactara una queja donde explicaba su deseo de edificar una ferrería en un término que pertenecía a la parroquia de San Miguel de Laurgain, en Aia, su localidad natal. Con la idea de demostrar que ya tenía experiencia de promotora, detalló que en 1496 había mandado construir una lonja para cargar y descargar hierro en un lugar al que llamaban Amas.
Asimismo, contó que en un principio ningún vecino se había opuesto a su propuesta de levantar el edificio en un nuevo emplazamiento. No obstante, desde hacía unos días, añadió, varios vecinos habían intentado impedírselo. Esta situación, continuó, le estaba perjudicando, pues había comenzado con las labores de desbroce y canalización, y cualquier retraso en la obra implicaría una pérdida de recursos invertidos. Por todo ello, solicitaba que los Reyes Católicos intervinieran en el asunto y pusieran las medidas necesarias para que ella pudiera continuar con la construcción.
La petición de María Ochoa de Segurola obtuvo pronto una respuesta. El 10 de julio de 1501, los Reyes Católicos emitieron un documento en el que se indicaba que podía proseguir con el proyecto de levantar una ferrería. Eso sí, pusieron una condición: los terrenos que María utilizara para ello debían ser yermos. Esta medida tenía el objetivo de proteger las tierras cultivadas, los campos que constituían la base alimentaria de la población del entorno. Y en efecto, el terreno elegido por María Ochoa había estado cubierto de zarzas, lo que imposibilitaba el cultivo de hortalizas, mijo o trigo.
Tras obtener el respaldo real, María solicitó que le concedieran una merced para cobrar una parte de los impuestos que gravaban el hierro producido en su ferrería. La donación de estas mercedes era una práctica habitual y los reyes las otorgaban por diversos motivos: en agradecimiento a los servicios prestados, en anticipación a una futura ayuda militar o, bien, para atraer la inversión en el desarrollo de estas infraestructuras.
Para María, esta merced no solo significaba un reconocimiento real, sino también la fórmula para recuperar el dinero invertido. Finalmente, el 28 de julio de ese mismo año, los Reyes Católicos le concedieron una merced para cobrar 1000 maravedís anuales durante diez años.
Tras poner en marcha la nueva ferrería, María Ochoa de Segurola adoptó el apellido de su marido difunto: Oribar. Esta elección no solo era un homenaje a la herencia y la tradición arraigada en el solar de los Oribar, donde se encontraba la antigua ferrería, sino también la manera de preservar la memoria y el legado familiar. A partir de este momento, María fue conocida como María Ochoa de Oribar.
La puesta en funcionamiento de una ferrería implicaba buscar clientes a quienes vender el hierro, gestionar el transporte del mineral, contratar carboneros que abastecieran de forma continúa, supervisar la tala de los árboles, la limpieza de las acequias, el funcionamiento de la rueda hidráulica, así como acordar los sueldos de los ferrones y de los ayudantes. María Ochoa de Oribar se ocupó de todas estas tareas.
María compaginó la labor de promotora, propietaria y gestora con la de la maternidad. Sus hijos, Catalina, Miguel López, Juan y Pascuala crecieron en este ambiente de hierro, comercio y emprendimiento. Cuando llegaron a la edad de casarse, María comprendió que había llegado el momento de legar la casa de Oribar, la ferrería, el molino, los bosques y las tierras. La donación debía servir para asegurar la transmisión de la memoria de los Oribar, y en la medida de lo posible, mejorarla. Por eso, no dudó a quién entregar los bienes, que tanto ella como su marido habían poseído.
La persona elegida fue su hija Catalina. El legado que le iba a entregar era de tal magnitud, que para poder obtenerlo Catalina debía casarse con un hombre de su mismo rango social y económico. De los hombres solteros de la categoría de Catalina, había uno que complació a María. Se trataba de Miguel Pérez de Yerobi, un irundarra hijo de unos de los dueños de las ferrerías más importantes de Irun. Este hombre además de tener experiencia en la producción de hierro, tenía contactos y, a través de su padre, una gran cantidad de dinero.
El acuerdo matrimonial tomó forma el 5 de junio de 1511. Ese día, el escribano redactó que María entregaba como dote la ferrería, el molino, los nogales, los robledales, los castañales, los manzanos, las tierras de cultivo, la mitad del ganado, así como vestidos y tocas correspondientes a la categoría de Catalina; es decir, confeccionados en terciopelo y paños de colores. Por su parte, el novio aportó a la casa de Oribar 800 ducados de oro, una cantidad nada desdeñable.
Sin embargo, al entregar la casa, María no estaba dispuesta a renunciar a vivir en ella ni perder sus ingresos. Por lo tanto, acordó con los novios que continuaría residiendo en Oribar. Además, con los beneficios obtenidos de la ferrería y del molino, deberían mantenerla hasta el final de sus días. Esta práctica era muy común en la época, pues permitía a los padres que dotaban a sus hijas con la casa familiar no solo conservarla, sino también asegurarse de que, en su vejez, tendrían alguien que los cuidara, alimentara y vistiera.
Con el paso del tiempo, María cedió las labores de gestión de la ferrería a su hija y yerno. Sin embargo, cuando Miguel López de Yerobi murió hacia 1520, Catalina asumió la responsabilidad de las labores necesarias para el funcionamiento de la ferrería. Esto incluyó el reparo, la reconstrucción y la ampliación de la infraestructura, con el fin de garantizar su competitividad y que su hierro continuara en el mercado.
María Ochoa de Segurola y Catalina de Oribar no fueron las únicas mujeres que se dedicaron a la producción y venta de hierro. En Gipuzkoa, hubo otras como, por ejemplo, Mencía de Leizaur en Andoain y María de Alzubide en Irun. Estas mujeres contribuyeron a generar riqueza a través de estas infraestructuras, que caracterizaron el paisaje guipuzcoano durante varios siglos. Sin duda, una búsqueda documental en los archivos históricos permitiría ampliar el número de promotoras, gestoras de ferrerías y comerciantes de hierro en Gipuzkoa.
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