El predominio anglosajón en la industria del Cine (no es ningún secreto) ha creado un relato histórico bastante sesgado. En él viajes, expediciones, logros científicos o empresas… que les atañen, aparecen casi siempre como una historia de absoluto éxito.
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No es que con ello se ... falte a la verdad, pero lo cierto es que si contrastamos esos relatos con otras versiones, las cosas no parecen tan claras. Es más: se podría decir que algunos de los episodios de los que más orgullosa se muestra esa comunidad humana no han sido tan brillantes como se suele pretender en esas ficciones que, de un modo u otro, parecen retroalimentar relatos no ficticios. Como los libros de Historia.
Un caso bastante llamativo es el de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Ésta tendrá una larga historia en la que producirá enormes beneficios a Gran Bretaña y la proveerá de todo lo que el mercado asiático era capaz de producir. Fundamentalmente de té. Esa bebida considerada hoy tan británica.
Y es aquí donde chocan otras versiones de la Historia de esa compañía y sus negocios con esa bebida tan emblemática. Y entra, también, en juego el pasado de la hoy tan debatida Inteligencia Artificial.
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La versión divergente de los supuestos éxitos de la Compañía Británica fue redactada por un hombre de una inteligencia (natural en su caso) extraordinaria: el navegante getariarra Manuel de Agote y Bonechea.
Aunque se ha escrito sobre él mucho desde principios del siglo XX, se podría decir que todavía no lo bastante. De hecho merecería tanta atención como James Cook o Bougainville. Pues como ellos, durante casi 20 años, entre 1779 y 1797, navegó por todo el mundo. A veces con marinos tan destacados como Alejandro Malaspina, colaborando en sus expediciones científicas, por suerte cada vez más conocidas.
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Manuel de Agote además levantó acta de todos esos años en unos esmerados 'diarios' hoy parte del patrimonio histórico guipuzcoano, depositados en el Museo Marítimo Vasco.
En el del año 1790 es precisamente en el que aparece descrita una visión de la Compañía Británica que poco tiene que ver con relatos triunfales.
En esa fecha Manuel de Agote ya ejerce como agente de la Real Compañía de Filipinas, una de las rivales de la británica en ese mercado asiático.
En calidad de tal, Agote gestiona los almacenes o factorías que esa compañía tenía en Cantón y Macao. Únicos puertos habilitados para negociar con una, en esos momentos, hermética China que quiere comerciar con esos bárbaros extranjeros, pero sin permitir que entren en las sagradas tierras del Imperio que se considera a sí mismo el centro del Mundo.
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Desde allí Manuel de Agote ve como la Compañía Británica, aun rica y poderosa, está al borde de la ruina porque carece de lo único que los chinos quieren a cambio del té, la laca, las sedas y otras ricas mercancías. Es decir: plata. Un flujo controlado, desde América, precisamente por la Real Compañía de Filipinas a la que representa Manuel de Agote.
De ese modo la Compañía Británica acaba por gastar más en comprar esas mercancías que lo que obtiene de su venta. Es decir: su balanza de pagos es desfavorable. Muy desfavorable…
Frente a eso lo único que se les ocurre a los atribulados agentes británicos es ofrecer a los chinos unas supuestas maravillas mecánicas. Unos autómatas fabricados por el famoso James Cox que Manuel de Agote describe con todo detalle en su «diario» del año 1790.
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En el invierno de 1790 el representante del emperador en Cantón prodigará unas cuantas visitas al barrio en el que mantienen aislados a los comerciantes extranjeros, para que desde allí trafiquen sin perturbar a esa hermética China. Las oficinas de la Real Compañía de Filipinas que gestiona Agote serán muy transitadas tanto por ese representante imperial como por su hijo e hijas, que quedarán encantados con ese viaje al corazón del misterioso Occidente representado por gentes como Cox, Manuel de Agote...
En esos trámites el sontú Fukangan, ese brazo ejecutor en Cantón del emperador chino, considerará aquellos artefactos que los británicos quieren ofrecer a cambio de té, seda y otras valiosas mercancías, sin tener que recurrir a una plata que sólo posee la Compañía de Filipinas.
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Manuel de Agote describe bien esas raras piezas de primitiva Inteligencia Artificial. Se trata de un dibujante y de un escritor. Tanto uno como otro, mediante sus mecanismos internos, están programados para repetir la rutina de escribir o dibujar. Así el autómata escritor, tal y como lo describe Agote, imitaba a la perfección los gestos de una persona que estuviera redactando algo, moviendo la cabeza como si meditase bien lo que iba a poner sobre el papel y gestos similares.
Según el 'diario' de Agote estas máquinas, sin embargo, fueron miradas dudosamente por el funcionario chino, que, si quedó muy impresionado por ellas, no lo demostró mucho.
En cualquier caso para Agote quedaban claras dos cosas. Por un lado el atraso tecnológico chino que parecía saber poco de esos ingeniosos mecanismos que en Europa eran conocidos tiempo atrás (de lo cual él, Agote, da un listado bastante extenso en el que incluye un pájaro propiedad del emperador Carlos V o un coche de juguete de Luis XIV). Por otro lado así quedaba clara la desesperada situación de los británicos, que tenían que recurrir a esas artimañas para mantener en marcha su compañía sin quebrar…
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Si algo no faltó a los británicos, sin embargo, fue tenacidad. Tres años después, en 1793, como constataban también los «diarios» de Agote, intentarían algo parecido llevando hasta la misma Corte Imperial otra porción de maravillas mecánicas por medio de la muy comentada embajada de Lord Macartney.
Con ello esperaban que aquel imperio inmóvil -como lo llamó Alain Peyrefitte al describir esa embajada- abriera sus puertas y diera toda clase de facilidades al comercio europeo y, en especial, británico.
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El resultado, como no se le pasa por alto a un observador Manuel de Agote, sería un desencuentro total entre los británicos y la hermética corte china, que veía con absoluto desprecio aquellas maravillas técnicas. Traídas además por unos insolentes bárbaros que se negaban a rendir pleitesía al emperador.
No dio mucho más de sí ese intento de «ablandar» al cerrado imperio chino por medio de la primitiva Inteligencia Artificial.
Ante esa cerrazón los británicos recurrirían a otra arma más tosca pero mucho más eficaz: convertir a los arrogantes chinos en drogadictos. Concretamente al opio que la Compañía Británica cultivaba ex profeso en Bengala. De ello estaba también bien enterado Manuel de Agote al que los agentes británicos quisieron involucrar, sin éxito, (como era de esperar en una cabeza preclara como la suya) en tan oscura operación. Todo a cambio de la plata americana que este marino getariarra administraba para la Compañía de Filipinas. Pero esa es ya otra historia en la que la peligrosa inteligencia que funcionó en ese caso no fue artificial, sino humana, terriblemente humana...
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