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Los Oquendo (II): Antonio, héroe con reparos
Historias de Gipuzkoa

Los Oquendo (II): Antonio, héroe con reparos

Luces y sombras del almirante victorioso en Brasil y derrotado en Inglaterra

Domingo, 3 de marzo 2024, 07:55

Si en un buscador de internet tecleamos 'calle OR plaza Antonio de Oquendo', se nos ofrecerán más de un millar de resultados en Madrid, Tenerife, Menorca, Almería, Cádiz, además de Bilbao, Donostia y otras localidades vascas e incluso americanas. En cambio, cuando pedimos 'calle OR plaza Miguel de Oquendo', la respuesta es de… cero enlaces. Este pequeño experimento pone en evidencia que ha sido Antonio y no Miguel de Oquendo (a quien dedicamos nuestra anterior entrega) el que ha pasado a la historia como máximo representante y emblema de la estirpe donostiarra. Hecho que corrobora el monumento a Oquendo con el que desde 1894 su ciudad, «orgullosa de tan preclaro hijo» según se lee en el mármol, honra únicamente a Antonio.

¿Hemos de entender, por tanto, que fueron superiores los méritos navales del hijo respecto a los de su padre? Y, en todo caso, ¿es justificado el olvido de Miguel, aquel zagal de Ulía que partiendo de la nada alcanzó los más altos reconocimientos en la Monarquía Hispánica y fundó la dinastía? Daremos nuestra repuesta al final de estas líneas sobre la trayectoria del llamado 'Héroe Cántabro', Antonio de Oquendo Zandategui.

Quien tiene padrinos...

El primogénito del matrimonio formado por Miguel de Oquendo Segura y Teresa Zandategui Lasarte nació en 1577, el mismo año en que su padre accedió a la alcaldía de San Sebastián y a la capitanía general de la escuadra de Gipuzkoa, una de las principales de la Armada hispánica.

Con 16 años ingresó como entretenido o escolta personal en las galeras de Nápoles con un sueldo de 20 escudos, suma importante en su momento. Al cabo de dos años pasó a la Armada del Mar Océano con misión de proteger los galeones en tránsito por el Atlántico a menudo cargados con géneros coloniales apetecidos por los piratas. Ya como capitán, en 1604 obtuvo su primera victoria sobre dos buques corsarios ingleses que navegaban entre Portugal y España. Esta operación le granjeó un cuantioso botín y su rápido ascenso, pues sin haber cumplido 28 años la Corte le puso al frente de la gran escuadra naval vasca, la misma en que su padre había destacado décadas antes.

Antonio de Oquendo Zandategui, San Sebastián, 1577-La Coruña, 1640.

Pero su gobierno empezó de la peor de las maneras. En la nochevieja de 1607, en medio de un terrible temporal, cuatro de los nueve buques que componían la escuadra naufragaron en la barra de Bidart. Murieron más de 800 hombres. No era raro en la época que al responsable de una flota víctima de un siniestro de esa envergadura se le castigara severamente, incluso con la pena de muerte. Sin embargo, Oquendo pudo eludir su responsabilidad, que se achacó a la furia de los elementos y «a la brujería».

Además de esto, a lo largo de su carrera Antonio cometió actos de indisciplina muy graves como renunciar a destinos que no estaban a la altura de sus aspiraciones o batirse en duelo con otros oficiales, y fue procesado por errores de mando que llevaron a pique a barcos con fletes de América; de todo salió indemne. Es evidente que su apellido constituía un aval y una protección, como parece deducirse de las cartas en las que tanto Felipe II como Felipe III le recordarían «al General Don Miguel de Oquendo, vuestro padre, que con tanto mimo y valor» sirvió a la monarquía «en diferentes jornadas y ocasiones».

La batalla de Los Abrojos

Antonio contrajo matrimonio con María de Lazcano, del señorío de la casa homónima en Lazkao, destacada promotora de las artes en Gipuzkoa y con notable influencia en la introducción de los lenguajes y modelos artísticos europeos en tierra vasca. Al año siguiente del enlace, 1614, recibía el hábito de Caballero de la Orden de Santiago, con lo que daba otro paso más en la emulación a su padre.

Tras haber servido como entretenido y luego como capitán en la Armada del Mar Océano, en 1626 ascendió a la máxima responsabilidad, almirante general, posición con la que alcanzaría el cénit de su carrera en la famosa batalla de Los Abrojos. Sucedió que una poderosa armada holandesa se hizo fuerte en la ciudad brasileña de Pernambuco, de dominio portugués y, por tanto, perteneciente a la Monarquía Hispánica (la Unión Ibérica se prolongó de 1580 a 1640). Ante el peligro de que la utilizaran como base para la consolidación del poder holandés en América, en 1630 Oquendo recibió mandato para desalojar a los ocupantes, objetivo que cumpliría de la manera más brillante. Su victoria en Los Abrojos se celebró con grandes fastos públicos, relaciones impresas, cantares de gesta y cuadros descriptivos del combate.

Con esta hoja de servicios, es lógico que el rey viera en Oquendo al almirante más capaz para una expedición de gran envergadura en aguas del norte, la mayor desde los tiempos de la Armada Invencible. En el contexto de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), se trataba de aliviar la presión de las fuerzas francesas y holandesas llevando infantería de refresco y dinero a los Países Bajos españoles y, de camino, limpiando las costas del estrecho de Dover de enemigos. Una empresa titánica en la medida que los hispanos carecían de los medios necesarios, ni conocía Oquendo las duras y cambiantes condiciones del mar en el canal de la Mancha. Como le ocurriera a su padre medio siglo antes, sucumbió a la catástrofe.

El juicio de la historia

La batalla naval de Las Dunas de octubre de 1639, que tuvo como escenario los arenales costeros del condado inglés de Kent, se saldó con seis mil españoles muertos y cuarenta y tres barcos hundidos. Tras un rosario de penalidades, cinco meses después los supervivientes atracaban en el puerto de La Coruña donde Oquendo fallecería el 7 de junio de 1640.

Portada de El héroe cántabro, vida del señor Don Antonio de Oquendo, por el general Miguel de Oquendo (1666).

Hubo quienes alabaron como proeza la actuación del donostiarra dado que había conseguido llevar refuerzos y caudales al ejército de Flandes tal como se le ordenó, y además salvó la nave capitana y el estandarte real ante fuerzas abrumadoramente superiores. En consecuencia, había protegido los símbolos y, con ellos, la honra de la Armada. Pero los historiadores consideran hoy la campaña de Las Dunas como la repetición agravada de la Invencible de 1588 y el punto final a la supremacía española en los mares.

Llegados a este punto, regresamos a la pregunta que dejamos en el aire al comienzo: ¿fueron superiores los méritos navales de Antonio respecto a los de Miguel de Oquendo? Resulta discutible. La diferencia más sustancial acaso resida en que al padre, Miguel, se le asocia con la trágica derrota de la Armada Invencible mientras que de Antonio —sobre todo después de la publicación en 1666 de 'El héroe cántabro', exaltadora biografía que le dedicó su hijo, Miguel de Oquendo Molina— se han solapado sus errores, fracasos e indisciplinas con el relato de la victoria de Los Abrojos, de la cual además se hizo una interesada difusión en los años del declive colonial español, a finales del siglo XIX.

La historia no siempre es justa con la memoria de los hombres y de las mujeres. Y aquí tenemos un claro ejemplo.

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