Fue la mujer más poderosa de Gipuzkoa en su tiempo y cabeza de uno de los principales linajes del territorio. Heredera del mayorazgo de Lazcano y administradora de los bienes de la familia Oquendo, promovió la construcción del mejor conjunto urbano del barroco vasco en ... torno a un palacio considerado la construcción civil más importante de la primera mitad del XVII e hizo posible que los lenguajes y los modelos artísticos europeos de su época penetraran en el País Vasco. Una gran dama cuya memoria palpita en la monumental Lazkao, deudora de su iniciativa y gusto personales.
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Sabido esto, resulta incomprensible que la vida y la obra de una mujer de tal personalidad y cualidades haya merecido escasa atención hasta muy recientemente. El motivo, según explica César Javier Benito Conde en el estudio doctoral que le ha dedicado, hay que atribuirlo a que María de Lazcano y Sarría (1593-1664) quedó eclipsada por sus antepasados varones, los señores de Lazcano, y especialmente por su marido, Antonio de Oquendo Zandategui, sobre quien tratamos en nuestra anterior colaboración.
El historiador Arturo Campión definió a los Lazcano como «una especie de dinastía de jefes de clan» cuyos orígenes se pierden en las profundidades de la Edad Media en Gipuzkoa. Sirvieron con las armas tanto a los reyes navarros como a los castellanos que los recompensaron con honores y riquezas: bosques, pastos, molinos, fincas, señoríos sobre villas, patronazgo de iglesias y otros muchos bienes y privilegios principalmente en nuestro territorio pero también fuera de él. Gozaban de acceso directo a los monarcas, a quienes generación tras generación rindieron homenaje de fidelidad.
Mediante ventajosos enlaces matrimoniales con linajes alaveses, guipuzcoanos y riojanos, mantuvieron unido su inmenso patrimonio e incluso lo fueron acrecentando. Esta misma política estuvo detrás del acuerdo para desposar a la aún segundona María, entonces de 20 años, con Antonio, quince años mayor y ya célebre general de la escuadra naval vasca. De esta manera, una de las más antiguas dinastías banderizas de Gipuzkoa, los Lazcano, emparentó con otra perteneciente a la nueva élite urbana, los Oquendo.
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María se crio en un ambiente distinguido que hizo posible su formación cultural, algo poco usual en las mujeres de la época, como excepcional era la biblioteca de los Lazcano compuesta por más de un centenar de volúmenes sobre espiritualidad, geografía, historia y política, matemáticas, humanidades y literatura. Enseñanzas y lecturas dotaron a María de inteligencia, aptitudes para la administración y refinada sensibilidad, lo que vertería a lo largo de su vida en la gestión de los bienes familiares, así como en la promoción de las artes.
Su vida matrimonial estuvo marcada por las largas y reiteradas ausencias de Antonio en cumplimiento de sus deberes militares: de los veintisiete años de matrimonio, durante no menos de dieciséis estuvieron separados. Ya la misma boda se celebró sin su presencia al hallarse Oquendo entrado en los preparativos de una flota hacia América (un tal Juan de Aguirre lo representó en la ceremonia).
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En espera del regreso de su esposo, María dirige en San Sebastián la construcción de un palacio urbano para su nueva familia y de un colegio de jesuitas, el primero que tuvo la compañía en la ciudad, con capilla donde años después se habilitó el panteón funerario de la Casa Oquendo. Lazcanos y Loyolas estaban emparentados, de modo que a su devoción jesuítica se sumaba el orgullo de saberse descendiente de San Ignacio.
En 1620 nació su hija Teresa y dos años después Antonio Felipe. Al fallecimiento en 1632 de su hermano y titular del mayorazgo, Felipe, María asumió la rica sucesión del señorío familiar al mismo tiempo que la crianza de las dos hijas únicas y naturales de Felipe, sus sobrinas. Al cabo de los años, al abrirse el testamento de su marido conocería que también este era padre de un hijo adulterino, de nombre Miguel, como el fundador de la saga Oquendo. Haciendo de tripas corazón, María se ocuparía como una madre y hasta el final de sus días de aquel fruto de la infidelidad de su esposo (de Miguel Oquendo Molina hablamos en la siguiente entrega de esta serie).
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Sobre los cimientos de la antigua torre medieval, la nueva señora de Lazcano (que así firmaba, y no como señora de Oquendo aunque también lo era) emprendió la construcción de un nuevo palacio digno de su rango. Invirtió más de 28.000 ducados, cifra enorme para la época, sin contar con los numerosos encargos y compras de cuadros, esculturas, tapices y orfebrería, muebles de maderas exóticas y porcelanas procedentes de Oriente, en elecciones que prueban buen conocimiento de las artes de la época y notable sofisticación. Así las cosas, su palacio lazkaotarra, obra señera del barroco clasicista en el País Vasco, quedaría por voluntad de María como expresión material y alegórica de la magnificencia de los Lazcano. Y a buen entendedor las pocas palabras inscritas sobre la entrada de uno de sus salones bastan: «1638. Han pasado al palacio nuevo que he hecho — que de Burgos a la mar — no hay edificio solar suntuoso y como tal me ha costado».
A María le impulsaba, por tanto, el deseo de visualizar sobre el recinto urbano de Lazkao el poder de su prosapia con ostentación comparable a las arquitecturas cortesanas de los duques de Lerma en Burgos o los Medinaceli en Soria, y que de esa soberbia herencia pudieran gozar sus hijos. Pero tales ilusiones se desmoronaron en el plazo de unos pocos meses.
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La primogénita María Teresa moría en septiembre de 1639 a los 19 años poco después de contraer matrimonio. A los meses, de regreso de la desastrosa campaña de Las Dunas, en Inglaterra, el general Oquendo le reclama desde La Coruña donde se hallaba convaleciente. María acude junto con su hijo común Felipe. Acompaña a Antonio hasta su fallecimiento el 7 de junio de 1640. Y cinco días después expira Felipe con solo 18 años. De este modo, María vuelve a Lazkao trayendo dos cadáveres y el alma vacía de ilusiones.
«Es mayor pena ver que lo hago para hijos ajenos pues Dios a los míos llevó, sería lo que más a ellos y a mí convenía», mandó inscribir en una pared del palacio como expresión de su tristeza y resignación. Porque, en efecto, ya no serían sus hijos sino los descendientes legítimos de sus hermanas y los hijos naturales de su marido y hermano quienes heredasen el producto de sus infinitos desvelos.
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En homenaje a su difunta hija, en 1640 dispone la erección del convento de Santa Teresa, obra emblemática de la arquitectura carmelita en el País Vasco. A lo que seguiría su fundación predilecta, el convento de Santa Ana de monjas bernardas, donde ella misma se recogerá en 1655 en régimen de clausura. Completaba así María un ambicioso matronazgo artístico para la perpetuación de la memoria de los Lazcano, sin parangón en Gipuzkoa y ni apenas equivalentes en España.
Y quiso además que el espléndido conjunto de Lazkao brillase como relicario familiar, a la manera de los monumentos funerarios del Escorial: Teresa fue enterrada en Santa Teresa, y su hijo Felipe en Santa Ana, adonde ella iría a acompañarle a su muerte. Tal cosa sucedió el 7 de marzo de 1664.
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