Algunas personas se bañan en la playa de Deba. Félix Morquecho

La playa cumple dos siglos

Gipuzkoa atraía al turismo de salud por su amplia red de balnearios en proximidad con playas donde tomar 'baños de ola'

Domingo, 18 de agosto 2024

Una larga cenefa de arena entre Saturraran y Hondarribia cierra Gipuzkoa en su perfil septentrional. Esa acumulación de sedimentos a orillas del Cantábrico posee una historia geológica milenaria, pero también una historia social mucho más reciente cuyos detalles informan sobre la evolución de las mentalidades, los usos y las costumbres del pueblo guipuzcoano. Decimos reciente porque fue en la década de 1820, hace solo dos siglos, cuando se produjo el descubrimiento de la playa como medio natural tonificante y recreativo.

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Hasta entonces, la playa era percibida como un páramo inhóspito y el mar como una masa líquida de temperamento voluble que periódicamente escupía sobre su manto dorado cadáveres y pecios naufragados. En nuestros arenales no se daba más actividad humana que la de los pescadores con sus redes y los astilleros claveteando las cuadernas o calafateando los barcos. De vez en cuando, un ejército ponía pie en playa, como hicieran los legendarios vikingos en Deba hace mil años o los maquis en Hondarribia hace menos de cien.

Expresivo de su malditismo es que en los procesos por brujería se citaban ciertas dunas litorales como escenarios propicios para akelarres. El terrible magistrado bordelés Pierre de Lancre, quien a principios del XVII llevó a la hoguera a miles de inocentes acusados de prácticas demoniacas, justificaba la supuesta epidemia de poseídos en Lapurdi por la inmoralidad de unas gentes que en verano se bañaban semidesnudos sin separación de sexos y «retozaban entre las olas». Este dato parece indicar que las clases populares, sobre todo los jóvenes, no se privaban de sus buenos chapuzones estivales, práctica de todo punto improcedente para los estamentos biempensantes de la época.

'Turismo de ola'

Las cosas empezarían a cambiar a mediados del siglo XVIII con el florecimiento en las costas atlánticas primero de Inglaterra y de Francia después de establecimientos terapéuticos basados en la inmersión en el mar. La talasoterapia se fue imponiendo como una variante complementaria de la hidroterapia, por entonces muy en boga, y, de hecho, los tratamientos al principio eran calcados a los de los balnearios: los médicos aconsejaban 'baños de ola' junto con la ingestión de varios vasos de agua marina. También enjuagues bucales en la creencia de que las buenas encías de los marineros demostraban las cualidades antisépticas del agua salada.

En aquellos orígenes, a la playa se iba a darse un remojo y nada más. La zambullida duraba lo que fijara con exactitud el facultativo, que a veces era un suspiro: a estos los llamaban 'baños de impresión'. Por el contrario, se desaconsejaba toda exposición al sol ante el riesgo de sufrir congestión venosa y sequedad de las fibras, además del bronceado, detalle estético indeseable en una época en que la palidez femenina estaba muy en boga.

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También en Gipuzkoa el descubrimiento social de la playa vino dado por la puesta en valor de las virtudes saludables del agua marina. Contaba nuestro territorio a su favor con una extensa red de establecimientos de aguas termales de calidad (una de las más sobresalientes de España, según prueba el historiador Carlos Larrinaga), en proximidad con numerosas y atractivas playas, de manera que los agüistas tenían la posibilidad de combinar la toma de baños de ola en la costa con los minero-medicinales en los balnearios situados en el interior.

San Sebastián, que a comienzos de la década de 1830 era ya una importante estación de baños, se consolidó como la primera del país a partir de 1845, cuando Isabel II, aquejada de una afección cutánea, eligió su playa para el tratamiento. Influiría en esta elección el que, al otro lado del Bidasoa, la alta aristocracia francesa había convertido a Biarritz en uno de los más prestigiosos destinos para la toma de aguas marinas de Europa.

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Así nacía el 'turismo de ola' en España, con capital en Donostia.

Tragedia en Zarautz

A imitación de las playas inglesas y francesas, La Concha empezó a erizarse con casetas de baño «amuebladas y provistas de asientos, perchas, tocador, palangana y agua dulce». Ya en el verano de 1830, el ayuntamiento construyó una caseta móvil para que «en la playa del Antiguo» pudieran bañarse varios miembros de la familia real llegados a la ciudad tras su estancia en los balnearios de Zestoa y Santa Águeda.

Los distinguidos bañistas, a bordo de esas cabinas tiradas por bueyes, eran conducidos hasta la orilla donde el bañero les aseguraba asistencia y protección (casi nadie sabía por entonces nadar), auxiliado por mozos que, a la manera de tramoyistas, desplegaban grandes telas para cubrir de las miradas impertinentes ese momento íntimo.

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La responsabilidad de los bañeros, oficio propio de arrantzales, empezó a tomarse muy en serio tras el ahogamiento en la playa de Zarautz de Francisca Madoz, hija de Pascual Madoz, destacadísima personalidad política progresista, pionero del turismo de ola y principal impulsor del veraneo en esa villa. El navarro, que unos años antes había edificado una residencia para su descanso en lo que hoy se conoce como Muskaria, favoreció a la localidad con numerosas gestiones ministeriales y con donaciones económicas con las que se acometieron importantes mejoras en las infraestructuras y en la calidad de vida de su población.

La muerte de la niña Francisca en septiembre de 1850, cuando contaba solo ocho años, sumió al pueblo en una especie de culpa colectiva ante la tragedia provocada por la imprudencia de uno de sus vecinos, el bañista que la acompañaba. Temiendo que Madoz, resentido, se llevara el cuerpo de su hija para nunca más volver, una comisión del ayuntamiento solicitó que fuera enterrada en el cementerio municipal como modo de mantener el vínculo emocional entre el prócer benefactor y la villa. «El cadáver pertenece al panteón de mi familia; mi familia pertenecerá siempre a la desconsolada población de Zarauz», respondió. Y, en efecto, la niña fue inhumada en Madrid pero él siguió veraneando allí hasta su fallecimiento en 1870.

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Bañadores desde el cuello a las rodillas

El enemigo público número 1 de la playa ha sido el rigor moral. En una sociedad dominada por valores tradicionales y tradicionalista como la guipuzcoana, toda forma de placer se interpretaba como pecado y, puesto que la playa es sobre todo un lugar placentero, desde el punto de vista de los puritanos solo se justificaba la asistencia por razones higiénicas o terapéuticas. Y ello siempre que se guardara el debido pudor.

El primer reglamento de baños de San Sebastián que nos ha llegado, dictado en el temprano año de 1829, prescribía ya una tajante repartición por sexos de la línea de playa separada por una larga soga. A vuelta de siglo, en 1912, las ordenanzas del ayuntamiento de Orio —en las que se definía el ir a la playa como «una de las principales necesidades higiénicas durante los grandes calores»— obligaban a que todo bañista vistiese «con traje que le cubra desde el cuello a las rodillas y solo los niños de muy corta edad podrán bañarse con taparrabos». A pesar de tan recatada vestimenta, al salir del mar había que ir corriendo a cambiarse pues no estaba autorizada la permanencia fuera del agua en traje de baño más que el tiempo indispensable.

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Bajo los gobiernos nacionalcatólicos que siguieron a la Guerra Civil, cada verano se despachaba un bando ministerial advirtiendo contra las infracciones a la moral pública. Entre otras cosas, estaba prohibido el uso de «prendas de baño indecorosas»: las mujeres debían cubrirse con faldas y los hombres con pantalón de deporte, y nadie podía pasearse por la arena sin albornoz. Quienes infringían estas normas eran multados y, para mayor reproche social, sus nombres se daban a conocer a través de la prensa diaria en una sección titulada 'Sanciones'.

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