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Normalmente el cine y las novelas llamadas «históricas» han transmitido la sensación de que las guerras son una mera cuestión de épica. Es decir: los 300 en las Termópilas, los vikingos arrasando la Inglaterra medieval, los audaces mosqueteros asediando La Rochela… Rara es la vez en la que se plasman los aspectos más prosaicos, administrativos, de lo que hay detrás de esos actos más o menos heroicos, audaces. Como excepciones se pueden contar las películas o novelas en las que se menciona, por ejemplo, el episodio que los estadounidenses llaman «el invierno en Valley Forge», donde se ha exaltado la heroicidad del Ejército de George Washington no por participar en una batalla, sino por resistir un crudo invierno en pésimas condiciones, sufriendo un frío extremo, con soldados mal alimentados y peor vestidos y calzados.
Las guerras napoleónicas no son ninguna excepción, desde luego, a esa norma. Gracias a esas películas y novelas llamadas «históricas», se sabe más de las brillantes líneas de Infantería desplegadas en campos de batalla como Austerlitz o Waterloo, que de quien puso a esos hombres sobre el terreno, los alimentó, vistió, armó…
Y lo cierto es que el asunto es más importante de lo que parece. Aunque resulte poco entretenido, o espectacular, como para figurar en novelas o películas. Y precisamente en tierras guipuzcoanas podemos encontrar un buen ejemplo de esto. Concretamente en el puerto de Pasajes que, en noviembre de 1813, parecía estar en un estado que recuerda bastante a lo que debía de ser, en esas mismas fechas del año 1944, la costa de Normandía en Francia.
La prueba la aporta un documento realmente interesante del Archivo Histórico Nacional conservado bajo la signatura DIVERSOS-COLECCIONES 154 N 1. Se trata de un volumen de muchos folios donde el general español Manuel Freyre, ya apostado en la frontera guipuzcoana, muestra, carta a carta, que las guerras son algo más que ejércitos con banderas desplegadas, oficiales a caballo en pose enfática y hombres cargando a la bayoneta.
Freyre, en efecto, es en esos meses, aparte de general del Cuarto Ejército español, poco más que un simple administrador de una vasta área que va desde Pasajes hasta Soria y donde el gobierno de Cádiz, ya trasladado a Madrid, le pide que se encargue de todo. Desde querellas civiles por abandono del hogar y manutención de hijos, hasta, por supuesto, del sostenimiento del Ejército aliado que en esos momentos ya ha invadido la Francia napoleónica, cruzando el Bidasoa.
Los términos en los que se expresa Freyre en este documento del Archivo Histórico Nacional en aquel noviembre de 1813, pueden parecer, en efecto, aburridos, tediosos, tanto como el libro de instrucciones de un electrodoméstico. Y más si lo comparamos con, por ejemplo, la carga de Caballería de Joaquín Murat en medio de la nieve que caía en el invierno de 1807 sobre el cementerio de Eylau. Pero lo cierto es que, bien mirado, lo que seis años después dice Manuel Freyre a Lord Wellington es tan importante -como lo fueron esos miles de caballos tronando sobre la tierra helada de Eylau- para comprender qué fueron realmente esas guerras napoleónicas que hicieron del mundo lo que hoy día vemos.
Así Freyre expresa, con mucho tacto, en su carta a Lord Wellington, que en Pasajes vivía un comerciante portugués, de apellido Maza, que en esos momentos, a primeros de noviembre de 1813, tenía a la venta una partida de galleta que estaba ofreciendo al mejor postor…
La «galleta» a la que se refiere Freyre, para que quede convenientemente aclarado, sería, más o menos, la misma que vemos en una película bastante célebre, «Master and commander» (ambientada, precisamente, en las guerras napoleónicas) en la escena en la que el cirujano Stephen Maturin es invitado por el capitán Jack Aubrey a observar dos de esas galletas de las que se han apoderado los habituales gusanos que terminaban por estropearlas en alta mar.
En el caso de Freyre la partida de galletas que ha puesto en venta en Pasajes el comerciante Maza, parece estar en muy buenas condiciones. El problema, tal y como se lo plantea el general español a Wellington, es que Maza no se encontraba en esos momentos en Pasajes y no se había podido cerrar con él el trato para adquirir ese suministro para las tropas que están en reserva en tierra guipuzcoana y que, pese a no haber entrado todavía en línea al otro lado del Bidasoa, deben ser, al menos, alimentadas.
Maza, de hecho, había acudido al mercado hondarribiarra para allí colocar su mercancía. De ahí se había derivado, como explicaba el general Freyre a Lord Wellington, que un comandante portugués -es decir: bajo estricta jurisdicción británica- se había apropiado de esa partida sin dar tiempo a hacer efectivo el acuerdo por el cual Freyre compraba toda esa galleta y, a falta de dinero en efectivo, la pagaba con la garantía de los impuestos de una de las provincias españolas ya liberadas del invasor francés.
De ese modo Manuel Freyre, desde su cuartel general a caballo entre Pasajes y la orilla norte del Bidasoa ya invadida, trataba de evitar problemas y por esa razón escribía finalmente esta curiosa carta a Wellington, pidiéndole que mediase y que la galleta almacenada en aquel ajetreado puerto de Pasajes fuera a parar a las tropas españolas que Freyre tenía estacionadas allí, a fin de alimentarlas, al menos, durante cuatro o cinco días.
Con ese fondo de barcos llegando a Pasajes, descargando carne, galleta, armas, pólvora… exponía aquel general español a Lord Wellington lo que parecía una verdadera minucia -en el cuadro general- de esa epopeya napoleónica causada por aquel oficial de Artillería corso de cabeza calenturienta. Pero, en realidad, se trataba de algo verdaderamente importante.
Tan importante como para que un ingeniero militar guipuzcoano, el capitán Pedro Manuel de Ugartemendia, estuviese trabajando -en esos mismos momentos, en condiciones también verdaderamente épicas- para que todo ese material pudiera salir del puerto de Pasajes y llegar, por los caminos que él estaba reparando, a los soldados que luego figurarían en pinturas y grabados alusivos a las muchas batallas que aún quedaban por librar y que, más tarde, alimentarían el recuerdo de esos hechos llamados «guerras napoleónicas» en novelas, películas… Soldados (y generales) esos que sólo estaban allí (de eso no debería haber ninguna duda) porque habían sido alimentados, entre otras cosas, con partidas de galleta como las de aquel comerciante portugués, Maza, que, como nos dice Freyre, resultaba ser, también, vecino de ese puerto de Pasajes por el que pasó aquella gran corriente de la Historia, en noviembre del año 1813, cuando la estrella de Napoleón comenzaba a declinar.
Un hecho histórico que, en definitiva, tuvo lugar gracias, en parte, a cargas de galleta como los que, en esa fecha, se disputaban entre el Ejército español y el anglo-portugués sobre el puerto de Pasajes.
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