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Entre las sombras del taller: María Antonia y el platero, una historia de violencia machistaLa mañana del 31 de agosto de 1715, María Antonia de Arizaga sintió una vez más que su vida estaba en peligro. Aquel día, un ... mensajero le había entregado una notificación del obispado de Pamplona. Al abrir la carta, comprobó que la seguridad de la que había disfrutado durante cinco meses no había sido más que un espejismo. Con aquella notificación, el obispado le obligaba a regresar a su hogar en el plazo de tres días. Sin embargo, lo que la curia eclesiástica denominaba hogar para María Antonia era un infierno al que no quería volver.
De hecho, hacía tiempo que esa palabra había perdido el significado de familia y bienestar para convertirse en sinónimo de humillación y dolor. Cuando sus padres la animaron a casarse, no imaginó que el matrimonio sería el inicio de un calvario. El candidato propuesto, José Suárez, parecía un partido ideal, pues era oficial de platero, una profesión que encerraba la promesa de una estabilidad económica y un prestigio social.
El oficio de platero, al estar ligado a la confección de piezas para la élite adinerada y para la Iglesia, confería a José un respeto social dentro de la comunidad donostiarra. Su posición garantizaba que María Antonia sería invitada a las casas de las familias más importantes, tendría un trato distinguido entre el vecindario y participaría en un lugar destacado en los eventos religiosos.
Además, las ganancias económicas le aseguraban una casa con arcones donde guardar los vestidos de seda, mantones de terciopelo, guantes perfumados y sábanas importadas de la francesa Ruán. También le permitían contar con una criada las 24 horas del día. Esta le ayudaría a vestirse por las mañanas, le serviría la comida al mediodía y limpiaría las estancias el resto del día. Más adelante, cuando tuviera hijos podría contratar a una nodriza que cuidara de los pequeños, mientras ella seguiría ocupándose de las responsabilidades sociales que el estatus de su marido conllevaba.
Por su parte, a José aquella alianza también le interesaba. En el contrato matrimonial, los padres de María Antonia se comprometieron a entregarle martillos, cinceles, tornos, grabadores y recipientes para fundir, en definitiva, todas las herramientas necesarias para desarrollar su oficio de platero.
Así que, tras el matrimonio, María Antonia y José alquilaron una vivienda en San Sebastián, colocaron en ella los arcones, una cama con sábanas de Ruán, adornaron las estancias con candelabros, jarras y fuentes de plata y contrataron a una criada. A continuación, José abrió un taller donde comenzó a trabajar con las herramientas que sus suegros le habían comprado.
Poco tiempo después de casarse, María Antonia sufrió una primera agresión sexual. Una noche, José se metió con ella en la cama, le introdujo la mano en la vagina y desoyó sus quejidos de dolor. A pesar de que María Antonia le pidió que parara, su esposo continuó provocándole cada vez más sufrimiento. Aquella noche fue la primera de muchas otras agresiones sexuales.
Al principio, María Antonia actuó como si aquello formara parte de la vida marital. Por las mañanas se vestía con la ayuda de la criada, después acudía al taller de José donde le ayudaba a atender a la clientela. Al atardecer, recibía a alguna visita o iba a ver a sus padres. Nunca mencionaba las agresiones sexuales.
Los meses fueron avanzando y María Antonia anunció que estaba embarazada. Sin embargo, la buena nueva lejos de apaciguar la violencia de su marido, la agudizó todavía más. Unos días antes del parto, María Antonia y su criada acudieron al taller de José. Mientras José reparaba una pieza de plata, comenzó a discutir con su esposa. De pronto levantó el martillo con el trabajaba sobre el yunque y trató de golpear a María Antonia con él. Por fortuna, la criada frenó el brazo de José y evitó que este le rompiera la cabeza a su señora.
A pesar de la situación que vivió María Antonia, su bebé nació sano. En cuanto dio a luz, una nodriza se encargó del cuidado del pequeño. Más tarde, cuando se recuperó del parto, María Antonia acudió al párroco de la iglesia de Santa María para pedirle consejo. El clérigo le aseguró que trataría de apaciguar la violencia de José.
No obstante, las palabras del párroco no calmaron el espíritu agresor del platero. José continuó metiendo la mano en la vagina de María Antonia sin importarle su opinión y el daño que sus dedos le provocaban. Mientras él gozaba del abuso, ella escondía el sufrimiento: la humillación y la vergüenza le hacían ocultar la violencia que padecía.
En el taller, José usaba sus manos para diseñar moldes de fundición, dar forma a las tazas con martillo y yunque, grabar adornos en cofres, engastar piedras en anillos y pulir cálices litúrgicos. En casa, esas mismas manos, que demostraban delicadeza y habilidad para sus clientes, se transformaban en herramientas dañinas para abusar de María Antonia. La sutileza que caracterizaba su labor profesional cedía a una brutalidad desgarradora en el ámbito familiar.
Con el paso de los años, María Antonia se fue apagando. Dejó de vestirse con los trajes de seda y los mantos de terciopelo, ya no le importaba representar a la esposa del platero. También dejó de acudir al taller para atender a los clientes de José. Además, comenzó a acompañar a su madre a la plaza donde esta vendía bacalao. Su dejadez en la forma de vestir, la falta de atención en el taller y la venta de pescado eran actitudes nada apropiadas para la esposa de un platero, lo que enfurecía todavía más a José.
Finalmente, María Antonia quiso poner fin a la violencia que sufría en casa. Un día, empaquetó varios vestidos, recogió los juguetes de sus hijos y se fue con ellos a casa de sus padres. Bajo la protección del hogar de su infancia, confesó a sus padres los abusos sexuales y los malos tratos que había padecido desde que se casó.
Cuando José se enteró de que María Antonia se había fugado, la denunció ante las autoridades eclesiásticas por abandono del hogar. El platero sabía que la curia eclesiástica la ordenaría regresar, pues era obligación de una mujer casada vivir junto al marido.
Como era habitual en la época, José interpuso la denuncia en el tribunal eclesiástico que estaba en Pamplona. De manera que, hasta que llegó la acusación y la curia se pronunció, pasaron cinco meses. Durante ese tiempo, María Antonia vivió tranquila en casa de sus padres donde creía que estaba a salvo. Sin embargo, el 31 de agosto de 1715, cuando recibió la notificación del obispado de Pamplona, se dio cuenta de que se había equivocado: no había refugio válido.
A pesar de la obligación de regresar con su esposo, María Antonia no lo hizo. Todavía tenía una baza que jugar. Con ayuda de sus padres, de la criada que le había atendido durante los años de maltrato y la nodriza que había cuidado de sus hijos, preparó una declaración donde se atrevió a contar todas las agresiones sexuales y los malos tratos que había sufrido.
Cuando los abogados del tribunal eclesiástico leyeron el alegato de María Antonia, comprendieron que aquella mujer no podía regresar con su espeso. En efecto, lo que le ofrecía José no era un hogar sino un infierno. De manera que los jueces pidieron a las partes implicadas que comparecieran ante ellos y presentaran testigos de lo ocurrido.
Tras escuchar los testimonios de la criada, la nodriza, María Antonia y José, los jueces emitieron la sentencia: no solo respaldaron la decisión de que María Antonia no regresara con su esposo, sino que también le concedieron el divorcio. Además, impusieron a José la obligación de pagar una pensión vitalicia a su esposa. Gracias a la sentencia de la Iglesia, María Antonia quedó libre de las manos del platero.
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