Santiago Hernández Redondo tal vez fuese el último, o uno de los últimos, que practicó la mendicidad con la misma naturalidad con que otros se ganan la vida vendiendo colchones, arreglando motores o atendiendo a enfermos. Alcanzó rango de personalidad en la ciudad, de pobre ' ... oficial' de San Sebastián por donde paseaba su cuerpo menudo envuelto en capas de ropa, txapela en la cabeza, bote de monedas en la mano («Una pesetita, por favor», rogaba con su voz aflautada), más los aperos del marginal: bolsas repletas de no se sabía qué, carrito de la compra y xilofón para animar la colecta. Un tipo entrañable cuyo recuerdo permanece en la memoria popular y también en el lenguaje: «¡Parece Txantxillo!», se dice de alguien astrosamente vestido.
Publicidad
En 'Txantxillo' tuvimos a un profesional del limosneo en el ámbito urbano donostiarra en tiempos con servicios de atención social aún incipientes y al final de una historia de siglos en que los y las 'eskazaleak' fueron figuras características del paisaje humano de villas y pueblos guipuzcoanos. Con sus demandas facilitaban el ejercicio de la caridad y la compasión de los buenos cristianos, pero también las muestras de arrogancia y desdén de los hoy llamados aporofóbicos.
Durante el Antiguo Régimen, nuestra legislación castigaba severamente a los «vagamundos y andariegos», salvo que estuvieran arraigados o avecindados y siempre que se mostrasen «de buenas costumbres, vida y conversación». Las penas establecidas por el Fuero de Gipuzkoa a los peticionarios iban desde los seis meses de prisión hasta la pena de muerte de los reincidentes. La mendicidad era, por tanto, un oficio de alto riesgo.
Durante todo el siglo XIX estuvo vigente un reglamento aprobado por las Juntas Generales en 1772 contra la mendicidad, «origen de la holgazanería y de otros vicios que trastornan el gobierno de los pueblos». Conforme a su articulado, se multaba a todo aquel que acogiera a un pobre en su casa o casería, al calor de la ferrería o del horno panadero, establecimientos estos que, sobre todo en los meses de invierno, atraían a los y las 'sin techo'. Pero no por ello se los dejaba a la intemperie. Para su albergue Gipuzkoa contaba con numerosos hospitales «de pobres vergonzantes» como los de Alegia, Arrasate-Mondragón, Azkoitia, Errenteria, Eskoriatza, Mutriku, Segura o Tolosa, por ejemplo, así como refugios públicos acondicionados para tal menester, por lo común ermitas como San Adrián de Bergara, San Esteban de Gabiria o San Sebastián de Getaria, entre otras muchas.
Publicidad
El citado 'Reglamento de Mendigos' limitaba también el campo de actuación de los 'Txantxillos' naturales, es decir de los pobres afincados establemente en una localidad: «Nadie podrá pedir limosna ni aun en su mismo pueblo sin licencia escrita de su alcalde», permiso que los ediles en ningún caso concederían a quien estuviese en condiciones de trabajar o tuviera familia que lo pudiese mantener. Así las cosas, eran frecuentes las peticiones de cédulas de pobreza por todo el territorio. En Tolosa, el año 1899, varios «vecinos de esta Villa, pobres de solemnidad, inválidos, ciegos y ancianos», elevaron una súplica colectiva al alcalde para que «se les provea de una tarjeta o documento en el que conste su calidad de pobre de solemnidad, con el fin de que se les permita implorar la caridad pública en los sitios de costumbre y los viernes».
Esto último nos recuerda que cada pueblo asignaba una fecha de la semana para que 'sus pobres' legalmente reconocidos pudieran recorrer el vecindario en postulación, que muy frecuentemente era, como en el caso citado, el viernes (día, por lo demás, de ayuno, limosna y oración). Al llamar a las puertas, los pordioseros saludaban con el rezo de un Padrenuestro o con ristras de oraciones acompañadas de reiteradas santiguadas o persignaciones. Si el o la donante se mostraba dadivoso, el beneficiario se despedía dedicándole los mejores deseos y fortuna. Pero si la limosna no le satisfacía, no era raro que lo maldijese con palabras gruesas e imprecaciones. O que incluso lo intimidase. El Cuaderno de Ordenanzas de la Hermandad de Gipuzkoa de 1397 castigaba expresamente con dieciocho días de cárcel a «cualquiera que pidiere y por no recibir lo que esperaba amenace al donante».
Publicidad
Ante el peligro de contagio o de verse uno enredado en conflictos al contacto con los menesterosos, el habla popular alertaba: «Por la caridad entra la peste». Pero también se daba la creencia contraria. Una arraigada superstición atribuía al pan o a la comida del pobre virtudes terapéuticas, como por ejemplo la de curar a tartamudos y personas con dificultades verbales. En Errenteria, Bergara y Orio, el etnógrafo Juan Garmendia Larrañaga recogió otra costumbre: a cambio de una limosna, al mendigante se le pedía un trozo pequeño de pan, coscurro que se guardaba para consumirlo en caso de enfermedad. Más extendida aún estaba la fe en que las verrugas se eliminaban frotándolas con una moneda antes de ponerla en manos de un necesitado.
Había indigentes que se autolesionaban para darse un aspecto lastimero que excitara la piedad de los demandados. A este fin, algunos galloferos se restregaban la piel con clemátide, planta medicinal que produce llagas y ampollas, a la que se colgó el sobrenombre de 'hierba de los mendigos' por su uso habitual entre estos.
Publicidad
Sin salir del género picaresco, apetece recordar a un amezketarra singular apodado Patxi 'Gaiztoa', auténtico maestro de la trapacería caritativa. Simulando hallarse enfermo de gravedad, representaba una comedia que causaba gran impresión: entreabriéndose la camisa, mostraba un apéndice que parecía salirle de la tripa, pero que en realidad era un trozo de intestino de animal pegoteado. Otras veces, con hábito de fraile, visitaba a los enfermos haciéndoles promesa de oficiar misas en su socorro a cambio de un dinero. El desvergonzado amezketarra dio con sus huesos en la cárcel al ser descubierto en colecta de fondos para una inexistente ermita de Hondarribia.
Daniel Illarraza Curet, alias 'Toloxa'
En su libro 'El mendigo', Juan Garmendia Larrañaga ofrece también testimonio de un hombre pequeño y calvo, con una cicatriz en un pómulo y la visión de un ojo algo mermada, al que define como «mendigo nato y vocacional». Se llamaba Daniel Illarraza Curet, alias 'Toloxa' como su villa natal, quien sin renunciar nunca al vagabundeo recorrió varios países europeos y llegó hasta el continente asiático. En sus últimos años, con las facultades físicas mermadas, ingresó en la Casa de Beneficencia tolosarra. A una religiosa que le preguntó entonces por sus vicios, Illarraza respondió tajante: «No vamos a andar con rodeos ni quiero alargar la respuesta. Sencillamente: los tengo todos, todos los vicios».
Publicidad
Estas historias pueden parecernos lejanas y ajenas. Pero, si lo pensamos bien, tal vez encontremos razón al viejo dicho popular ruso: «Del saco de mendigo y de la cárcel, nadie está a salvo».
Suscríbete los 2 primeros meses gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.