Su padre, un próspero importador de tabaco cubano, se arruinó durante la última Guerra Carlista. «Cada uno por su cuenta», ordenó a su numerosa prole, «el mundo está lleno de posibilidades, buscad vuestro camino». Así que Teodoro tuvo que abandonar la Azpeitia de su infancia, ... inspiración para sus primeros paisajes y retratos, y labrarse una vida sin más avíos que su juventud, sus ganas de comerse el mundo y su destreza con el lápiz. También sabía teclear con garbo el piano, instrumento de tradición en su familia, pero por entonces aún no se planteaba la música como modo de subsistencia.
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Junto al tolosarra Antonio María Lecuona, Erenchun aprendió la técnica del dibujo y con Carlos Haes, belga residente en Vitoria, la calidad de un buen paisaje. Por sus prometedoras aptitudes, la Diputación de Gipuzkoa le pensionó para formarse en la Academia de San Fernando de Madrid. Corría el año 1884 y él tenía 20. En Madrid coincidió con Pablo Uranga, alavés de ascendencia azpeitiarra, con quien compartía la pasión por las obras maestras del Prado y por la bohemia de las tascas, saraos y cafetines musicales donde Erenchun ante el piano y con un par de orujos en el cuerpo era capaz de despenar al más tristón.
Pero la principal afición de Teodoro era el toreo. Cada año, en Azpeitia, capote en mano se echaba al ruedo improvisado con tablas en la plaza del ayuntamiento con tal éxito que su presencia se hizo imprescindible en las patronales de julio al mismo nivel que la misa mayor o las rosquillas. Otro tanto hacía en cuantas capeas se celebraban en los pueblos cercanos a Madrid, y no se perdía feria en Las Ventas, en cuyos alrededores mercadeaba con retratos y estampas taurinas entre aficionados y profesionales para pagarse una de Sol.
El sueño de los jóvenes pintores de su generación, marchar a Italia o a París, Teodoro lo tuvo al alcance de la mano cuando recibió una beca para proseguir estudios en Roma. Pero el academicismo le cansaba; ignoró la oferta y se embarcó para Argentina sin plan de ida ni billete de vuelta, como parten los aventureros.
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Allí empezó pintando de todo, paisajes, retratos, escenas de costumbres... Pero apenas le llegaba para comer. Y él, que tenía como primer mandamiento trabajar para vivir y jamás vivir para trabajar, viendo que le resultaría más rentable ganarse unos pesos como músico, probó a explotar sus dotes instrumentales. Recordaba lo que le dijera su aita: no es cuestión de limitarse, el mundo está lleno de posibilidades que solo hay que encontrar. Acertó: el pianista Erenchun triunfó a la vez que ejercía como marchante del pintor Erenchun. Porque en los salones, sociedades y en las famosas fondas de vascos, cada vez que se sentaba al piano plantaba un cuadro encima como reclamo. «Es que yo no soy pianista, soy pintor», aclaraba a cuantos se interesaban. Aquel acto publicitario catapultó al vasco pinturero que tanto le daba a las negras y a las blancas como coloreaba un lienzo.
Su fama de retratista corre por Argentina y oye llamar a su puerta a ministros de la República, magnates industriales, espadones, financieros... empieza a ganar una plata que apenas le dura en la bolsa el tiempo de contarlo. Se lo funde en galanteos, apuestas de caballos y montando festejos en los que oficiaba como único lidiador. Varias veces cayó en bancarrota, pero al bueno de Erenchun no le faltaban energías ni recursos para salir del apuro.
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Recibe encargos de iglesias servidas por religiosos vascos y se hace una clientela de ingleses e italianos, además de paisanos. El pelotari azpeitiarra Mardura le pagó por anticipado un retrato de cuerpo entero. Pasaron semanas y meses sin que el resultado llegase, Mardura se lo reclamaba pero Teodoro se hacía el remolón. Ya cansado, el deportista se presentó en el estudio exigiéndole el lienzo. Tuvo que confesarle la verdad: los frailes franciscanos le habían pedido un cuadro del fundador, y a falta de mejor modelo no tuvo otra idea que aplicar a su retrato unas largas barbas y unos hábitos, de lo que resultó un san Francisco casi perfecto. El pelotari encajó con buen humor aquel 'dos paredes'.
Otra anécdota. Cierto indiano rastacuero le solicita un cuadro en el que, como detalle, debía aparecer el árbol de Gernika. A su finalización, disconforme con el precio que pedía el artista, para escurrirse de la compra se pone a buscarle defectos, sarta que remata con una majadería: «Además, al árbol le faltan las bellotas». Teodoro, harto de aquel chulito pelanas, coge el cuadro, se lo echa al hombro y le espeta: «¡Es que las bellotas se las ha comido usted!».
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'El gran atorrante', como le llamó el pintor Cobreros, se despedía de su patrona del Hotel de los Vascos en Buenos Aires a la voz de «Gero arte», y no se volvía a saber de él en años. Recorrió toda Argentina, desde Salta, Jujuy y el Chaco hasta Patagonia, se adentró en Chile, en Uruguay, aprendió quechua en Bolivia y guaraní en Paraguay donde adquirió una hacienda para la explotación agrícola, su única experiencia sedentaria que terminó con una terrible inundación que transformó los trigales en lodo.
Adaptándose por enésima vez al medio, Teodoro vuelve a empezar. En Brasil echó mano del siempre socorrido arte musical peregrinando al son de interpretaciones libres del folklore local muy del gusto de los nativos. Fueron años de 'tournés', como él decía, de un lado para otro vestido con poncho y sombrero de paja, el mismo atuendo con que en 1927 arribaría ya fatigado a Zestoa y Azpeitia. Dejaba atrás muchos amigos, grandes amores y cientos de cuadros malvendidos, olvidados o extraviados.
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«Ganó cuanto quiso y como marchó volvió», testimoniaba José de Arteche que le trató en sus finales. Alto, algo encorvado por la edad, con cierto abandono muy bohemio, un pequeño reloj era el único objeto que le acompañó desde que saliera de Gipuzkoa casi cuarenta años antes. Aún tuvo tiempo de transmitir cuanto aprendió del arte y de la vida a su sobrino Eloy, al que contagiaría la pasión por la pintura. Entre otros detalles, me contaba Eloy Erenchun que su tío jamás escribió una carta a sus familiares desde América; y que tenía un hermano en Zestoa que sufría por su alma deseando «traerle a casa antes de que muera para que haga una buena confesión», dando por supuesto que con una vida tan desordenada y volandera su colección de pecados sería enorme.
Jamás pasó consulta con un médico hasta que, aquejado de un agudo dolor, le condujeron a un facultativo quien diagnosticó cáncer de colon. En la fiesta de los enamorados del año 1931 murió aquel artista que se puso el mundo por montera. Una lápida le recuerda en el cementerio de Arroa.
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