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Hace cerca de dos meses se dedicaba a un personaje histórico guipuzcoano -tan peculiar como poco estudiado- otro artículo en esta misma sección de 'Historias de Gipuzkoa'. Se trataba del donostiarra José María de Soroa y Soroa que, como se recordaba entonces, disfruta, sin mayores protestas o inconvenientes, de una calle en esa ciudad de San Sebastián. Y eso pese a que su actividad política durante la invasión napoleónica, entre 1808 y 1813, hacía de él alguien altamente cuestionable. De hecho un objetivo a ejecutar por traición. O, cuando menos, a condenar a la muerte civil. Tal y como les ocurrió a muchos otros que fueron calificados de 'afrancesados'. Es decir, de colaboracionistas con el régimen de ocupación militar que Napoleón Bonaparte impone en España en esos años.
Sin embargo, José María de Soroa y Soroa, tal y como se veía en su primera aparición en estas páginas, conseguirá eludir todo castigo, toda condena. De hecho hay documentos de esa época aciaga y convulsa en los que la propia ciudad de San Sebastián, que lo había padecido como principal agente de las fuerzas de ocupación francesas, le hacía el honor de considerarlo uno de los interlocutores válidos para tratar de la reconstrucción de la ciudad arrasada por el asalto angloportugués de agosto de 1813.
Ese giro de los acontecimientos, con ser sorprendente (hasta cierto punto), no era, desde luego, lo más sorprendente en la biografía de José María de Soroa y Soroa en ese año de 1813 y en los inmediatamente posteriores.
Se podría pensar, dado su currículum político, que a partir de abril de 1814 Soroa sufriera algún tipo de represalias por esa conducta cuando regresa Fernando VII como rey absoluto y deseoso de cobrarse venganza sobre quienes han contribuido a poner en entredicho esa autoridad absoluta, como contra los que han apoyado a los que lo han mantenido prisionero de Napoleón.
Nada, de momento, parece indicar que ocurriera tal cosa. Más bien lo que nos dice la biografía aún apenas escrita de José María de Soroa y Soroa, lo que sucedió fue justo todo lo contrario.
Así en la primavera de 1815 encontramos al antiguo afrancesado, al notorio traidor a Fernando VII, a la patria, a la nación naciente, no sólo vivo y en libertad, sino perfectamente integrado en la restaurada monarquía absoluta. De hecho llevando a cabo gestiones de gran calado político para ella.
El escenario de esa, hasta cierto punto, insólita, inesperada, situación, será la ciudad de Vitoria en enero de 1815, justo cuando se avecinan los acontecimientos que llevarán a una nueva batalla decisiva. Como la que había tenido lugar en la urbe alavesa dos años antes, en el mes de junio de 1813.
Soroa y Soroa escribirá desde Vitoria a las autoridades guipuzcoanas, auspiciadas por la restaurada monarquía absoluta de Fernando VII, para dar a éstas noticias del éxito de la misión que le habían encargado.
No era un asunto menor. Y, a medida que se desarrollan los acontecimientos del mes de junio de 1815, se iba a volver más y más importante en términos históricos. Por más que hasta hoy haya pasado casi desapercibido. Salvo por libros como «El Waterloo de los Pirineos». Se trataba de entrevistarse con uno de los principales generales españoles vencedores en las guerras napoleónicas. No otro que Miguel Ricardo de Álava. Uno de los escasos amigos que Wellington había hecho durante sus campañas portuguesas y españolas entre 1808 y 1813.
Dada esa estrecha amistad entre el general alavés y Arthur Wellesley, Álava estaba a punto de ser enviado al recién creado Reino Unido de los Países Bajos como embajador de un Fernando VII que, por las ideas políticas (más bien liberales) del general, deseaba tenerlo lejos de España. Amortizándolo así, además, como el mejor embajador posible en el centro de los acontecimientos de la Europa que ha sobrevivido a Napoleón y se prepara para reorganizar su mapa político tras la derrota del emperador que, sin embargo, volverá en esas fechas para un último estertor de sus desmedidos planes.
José María de Soroa y Soroa, el antiguo afrancesado, el leal entre los leales a los ocupantes napoleónicos, será el encargado de hablar en Vitoria con el general Álava de estas cuestiones y otras relativas a San Sebastián, desempeñando así un papel que difícilmente se imagina atribuido a uno de aquellos «famosos traidores» perseguidos, exiliados… en los primeros momentos de reacción antibonapartista. Por el contrario José María de Soroa y Soroa parece vivir, en esos momentos del regreso de su antiguo ídolo político, días de triunfo, premoniciones de un futuro brillante así el fútil último gesto de Napoleón reciba lo único que puede esperarse de una Francia dividida entre bonapartistas y partidarios de Luis XVIII (o al menos de la paz tras tanto año de guerra inútil) y rodeada por toda una Europa levantada otra vez en armas desde los Pirineos hasta los Urales.
Se podría decir que en esos momentos, en los que se perfila ya lo que será el golpe definitivo de Waterloo, Soroa y Soroa casi había superado a un maestro como Talleyrand, que en esa fecha ejerce de ministro de la monarquía restaurada en Francia y es considerado hoy en todos los libros de Historia como un consumado superviviente político -cambiando de casaca- desde los tiempos de la revolución de 1789...
Acontecimientos como los del invierno de 1815 en Vitoria, con José Maria de Soroa y Soroa como protagonista, pueden parecer simples anécdotas. Incluso anécdotas históricas más o menos jocosas como la que en su día dieron fama a Carlos Fisas y sus «Historias de la Historia».
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Carlos Rilova Jericó
En realidad hay que hacer notar, en esta semana en la que se cumplirán 208 años de la batalla definitiva contra Napoleón, que la biografía de Soroa y Soroa es algo mucho más serio. Es, de hecho, una pieza vasca esencial para comprender aquel complejo escenario político que se vive en Europa desde el momento en el que, el 14 de julio de 1789, la Ilustración deviene revolución violenta y el mundo, tal y como se ha conocido hasta ese momento, se desmorona en una serie de cambios políticos que van a llevar hasta nuestro presente a través de un periplo histórico extraordinariamente difícil. Angustioso para muchos, convulso... Por más que hoy todo eso nos parezca, desde la distancia histórica, sencillo de manejar. O incluso irrelevante.
Por el contrario (y es deber del historiador hacerlo ver) fueron momentos de una temible encrucijada histórica, bien conocidos a través de muchas otras biografías, pero donde no debería faltar la de ese complicado ser humano -fruto de aquellos días también complicados- que fue el donostiarra José María de Soroa y Soroa. Pues parece evidente, por sucesos como los de la primavera vasca de 1815, que su testimonio podría ser tan útil (en su escala) como el de maestros de ese arte de sobrevivir políticamente en aquella época, tan fascinante como convulsa, que responden a los hoy bien conocidos nombres de Talleyrand o Fouché...
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Ángel López | San Sebastián e Izania Ollo | San Sebastián
Fermín Apezteguia y Josemi Benítez
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