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Cinco años antes de la caída del muro de Berlín, de la que ayer se celebró el 35º aniversario, Vaclav Havel ya advertía «contra el poder que actúa al margen de toda conciencia, un poder arraigado en una ficción ideológica omnipresente que puede racionalizar cualquier ... cosa sin necesidad de rozar la verdad».
La riada de Valencia es un suceso político. Ha vuelto a demostrar, como hizo la pandemia, que no da igual a quién se coloca al frente de las instituciones porque en realidad las cosas funcionan solas por la estructura administrativa y el trabajo de los funcionarios, que son los que gestionan. Así es en gran medida en el día a día. De ahí que los nombramientos por méritos discutibles sean habituales, total, ¿qué más da? Pero cuando llega un momento en el que hace falta liderazgo, saltan todas las costuras. Se vio en pandemia, donde un rosario de cargos pasaron verdaderos apuros para mantener la dignidad y tuvieron que ser relevados a todo correr. La endogamia, el amiguismo o la fidelidad inquebrantable no son criterios aceptables.
Tras lo de Valencia, la crisis de legitimidad es indiscutible, pero hace falta más política, no menos. Personas con capacidad y voluntad para llegar a acuerdos y tomar decisiones. De liderar. En una situación tan crítica, este vacío de dirigentes con entidad, cultura, conocimientos y decisión a los mandos ha sido campo abonado para las fuerzas de la reacción, que han golpeado en todos los frentes, reales y metafóricos.
Se han colado como realidades incuestionables asuntos discutibles, como la Unidad Militar de Emergencias. Hay en marcha una clara operación política nacionalista de mejora de la imagen del ejército. Se vuelve a sacar a los generales a pasear. Nada obliga a que las emergencias sean castrenses. ¿Por qué no están a cargo de estructuras civiles, con salarios razonables y derechos laborales? Tampoco a que estén centralizadas. De hecho, la eliminación de la unidad autonómica valenciana se considera catastrófica de forma casi unánime. Pero se aprovecha para cuestionar el estado descentralizado. No tanto las políticas de urbanismo, verdadero elefante en la habitación de este desastre.
Havel también decía que «la desventaja intrínseca de la democracia es que ata mucho las manos a los que se la toman en serio mientras que permite casi todo a los que no». Estos últimos han desplegado su arsenal ideológico –cultural sería mucho decir– sobre el fango del Barranco del Poyo, metáfora del fracaso de internet y las redes sociales, ineficaces para afrontar una emergencia porque no generan certeza alguna, no favorecen la seguridad ni la coordinación. Alimentan el caos. La falta de credibilidad absoluta de la 'información' que circula por las redes ha costado vidas, porque estas han minado las fuentes oficiales, seguras, en favor de la superstición, la ignorancia, el pensamiento mágico y la ideología.
Las colas para pedir agua y comida y las columnas de ciudadanos marchando a ayudar con palas y escobas al hombro golpearon la estructura institucional. Y se aprovechó para colar mensajes como el famoso 'solo el pueblo salva al pueblo', efectista, falso y peligroso. La solidaridad y la generosidad de la gente son magníficas, pero son un alivio, no la solución. Y mucho menos lo es la caridad.
La solución son los servicios públicos, no Amancio Ortega. Los impuestos serán los que arreglen este desaguisado. No las recogidas solidarias de agua y comida a cientos de kilómetros del desastre. La catástrofe ha sido a las puertas de Valencia, que ha quedado intacta. ¿En serio no hay agua y comida en la tercera ciudad de España? ¿No la hay en los mismos supermercados que llaman a la Guardia Civil para que les detenga a unos raterillos que se llevan cosas inservibles de sus estanterías? (otro gran hito del relato de esta catástrofe, cómo se coló la palabra 'saqueos' al periodismo, que la compró tal cual). La reconstrucción costará cientos de miles de millones de euros y esos no los va a donar nadie. Saldrán de los impuestos.
Hace falta más política, no menos.
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