El Hornillo es un pueblo de cuevas excavadas en una pared volcánica que se va desmigajando. Cuelga 750 metros sobre el nivel del mar, que reluce allá al fondo, en la desembocadura del barranco de Agaete (Gran Canaria). Por la mañana recorro la única calle, ... un sendero con barandilla entre el paredón y el precipicio. Por la tarde se desprenden unos peñascos desde lo alto de la montaña, destrozan el sendero y ruedan por el abismo. «A mí no me suena que ningún vecino haya muerto aplastado», me dice Nicola. «Despeñados sí. Una señora estaba trabajando su huerta en aquel andén [llaman andén a las repisas de los barrancos] y el burro la tiró hasta el fondo». Nicola habla de una boda de hace cien años en la que un chaval murió despeñado, del suicida que se tiró desde lo alto en coche y casi aplastó a doña Carmita.
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A mediados del siglo XX las cuevas de El Hornillo albergaban a 300 habitantes. Sobrevivían con las huertas, algún animal y la pinocha (la hoja seca de los pinos con las que se acolchaban los plátanos en cajas para la exportación). Emigraron a la costa, primero a recoger tomates en la finca del conde y luego como peones en la construcción y el turismo. Ahora solo seis permanecen aquí todo el año, en estas cuevas talladas por los aborígenes canarios, adonde no llegaron la carretera, el agua ni la electricidad hasta los 80. «Los terratenientes dominaban los mejores campos de la isla», me dice Pilar, «a nosotros nos quedaron las cuevas y los andenes».
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