Los retropropulsores se activaron y la nave espacial frenó su velocidad de descenso. Acababa de atravesar la atmósfera terrestre con la prestancia de una estrella fugaz, con la serena majestuosidad de una belleza efímera. Se aproximó hacia la superficie lentamente, casi con delicadeza, con miedo ... a quebrar el frágil equilibrio del paisaje. Al fin, con estruendo de batukada y suspiro de aspersores, la nave se posó en tierra y allí quedó inmóvil, como un lápiz en el dedo de un malabarista. La Kelvinator KH-7 acababa de culminar un viaje de cinco años.
Publicidad
Transcurrieron diez minutos hasta que se abrió la puerta de la nave y por ella asomó la bien formada cabeza de Jonathan D. Kickpatrik junior. El intrépido astronauta saltó a tierra y caminó entre cascotes, bolsas de basura y jeringuillas. Había aterrizado en un descampado y no en una remota llanura de Kazajistán, como estaba previsto.
No le extrañó demasiado porque la verdad es que el viaje había sido un desastre desde el principio. Cuando comenzó la mayor aventura jamás realizada por ser vivo alguno en la historia del universo, entre las prisas y los nervios de la novedad se le había olvidado el cargador del móvil en la cocina. Y tuvo que recorrer millones de kilómetros por el espacio sideral sin poder mandar ni un mísero mensaje al centro de control.
Por si fuera poco, el libro de instrucciones de la Kelvinator KH-7, de 4.876 páginas, debía de haber sido escrito por un imbécil porque no se entendía nada y había sido incapaz de encontrar la clave de la wifi. Y así, sin internet, había pasado cinco años aislado. Si un virus maligno, por poner un ejemplo extremo, se hubiera cargado a centenares de personas en el mundo, no se habría enterado.
Publicidad
Y como las desgracias nunca vienen solas, también se le había olvidado el abrelatas. Una circunstancia bastante desagradable, ya que los tontolabas del departamento de logística del Centro Superior de Astronáutica Espacial le habían llenado la despensa únicamente con latas de carrillera deshidratada de alce. Para poder comer se había visto obligado a abrirlas primero con las uñas y luego, cuando a los dos millones de kilómetros se quedó sin ellas, con los dientes.
Desdentado y con los dedos reducidos a tinajas, Jonathan D. Kickpatrik junior dio sus primeros pasos al aire libre después de cinco años de encierro. Aspiró una bocanada para llenar sus pulmones de oxígeno fresco, pero lo único que le llegó fue el tufo agrio que surgía de un singular cubículo de ladrillo con aspecto de nada conocido. 'Mesón Marcial, los mejores boquerones de Cañada Real', leyó en el reverso de un cartel del circo Price clavado en la fachada. Era su oportunidad para variar de dieta. Al diablo con el alce deshidratado.
Publicidad
Después de devorar 75 raciones de boquerones comenzó a sentirse mal sin saber muy bien el motivo. En cuanto terminó de vomitar, se fijó en las paredes de la letrina, que estaban decoradas con hojas de periódicos. Y fue entonces, entre arcada y arcada, cuando se puso al día. Resulta que sí que había habido una pandemia, que Rusia había invadido Ucrania, en Gaza se había armado la de Dios, en Irán ser mujer era un deporte de alto riesgo, en Afganistán ni siquiera eso y el mundo se estaba llenando de patriotas.
Jonathan D. Kickpatrik junior cargó el móvil, compró 700 toneladas de boquerones para el camino, llenó un bidón de gasoil para el depósito de la Kelvinator KH-7 y con su tentáculo central pulsó el botón de despegue. Al pasar por la Luna envió un mensaje a Marte. 'Vuelvo a casa. Planeta Tierra explorado. Sin rastro de vida inteligente'.
Suscríbete los 2 primeros meses gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.