Una se cansa de despertar y no estar en Italia. No hay campaña ni imagen que me haya incitado más que esa frase. Me ha hecho sonreír y me ha tocado una tecla que me lleva a una callejuela del Trastevere en la que estoy ... casi sola, sin marabuntas, por eso es un sueño; donde suena música –italiana– de los 80, donde huele a café y después a orégano y queso.
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Normal, porque acabo de volver agotada del Real de los Remedios de Sevilla, que trajín (digital) me he traído. Abducida, he visto más de una decena de vídeos de consejeras-influencers sobre cómo se sujeta el montoncillo, si la flor va a medio lado o arriba (así en 2024), el tamaño de los volantes y cuáles son los imprescindibles en el bolsillo camuflado bajo las enaguas del vestido de flamenca. Muy intensas ellas, pero eso no quita para que me mosquee la tiktoker que hace un llamamiento a las vascas para que aprendamos de la elegancia andaluza y critica los trajes de baserritarra de Santo Tomás y los de «gitana en plan feo» de caldereras.
Es de estudiar –terapéuticamente– qué me lleva a ver de pe a pa a estas expertas en la feria, a señoras maquillándose y desmaquillándose, a leer entrevistas a altos ejecutivos de cómo pasan el fin de semana paseando por el bosque –que queda siempre al lado de su casa de campo– o cotillear en palacetes modernistas a la venta por 15 millones y casonas cántabras del XVIII por solo 975.000 diciendo en alto: uy, qué barata.
Entonces vuelvo a Italia y me despierto flamenca.
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