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Nunca lo hubiera imaginado. Este verano, el verano de los mosquitos tigre y la viruela del mono, he tenido que oír algo impensable: «Perdón, perdón, pero no soy de Madrid, soy vasca, tranquilos...». Es una tienda y está ubicada, claro, en otra comunidad autónoma costera ( ... y no es Galicia). Vienen las amigas de la dueña y le dicen que no le esperan donde habían quedado sino en otro bar menos concurrido «porque está todo a rebosar, qué aburrimiento. A ver cuándo se van los madrileños». Me miran de arriba a abajo y tengo que defenderme porque sí, soy yo la que he advertido que no era madrileña: «No disparen contra mí, soy vasca». Me miran con simpatía, incluso con cariño.
Quién nos lo hubiera dicho, cuando salíamos fuera y temblábamos con matrículas SS o BI mientras que la de NA podía ser bandera respetada. Eso ocurría cuando instagram era de cartón, o sea, postales con sello de correos: «Queridos aitas. Ya hemos llegado, todo bien. No me he mareado y hace muy buen tiempo. Besos».
El caso es que por aquí tú dices que te llamas Josune (no Leire ni Ainhoa, demasiado expandido en el exterior) y les pides anchoas fritas en vez de bocartes rebozados y ya te han detectado y te libras de ser «papardo» («fodechincho» en Galicia). No hay verano sin su guerra y este año la de las facturas estivales de hostelería ha sido más leve incluso que la de surfistas y bañistas o la de ratas en la Avenida de Madrid y humanos.
Solo faltaba un terremoto y lo hemos tenido.
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