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Amanezco revisando twitter-X y leo a uno que se ha ido de un partido y sus excorreligionarios le ponen de vuelta y media: «»Me encanta desayunar inhalando napalm». Es ironía, ya, pero prefiero olvidarme de los estragos de Vietnam y voy al asunto: el ... desayuno. Si no fuera porque esta tan cerca de mi casa, tan cerca, me iría de cabeza a ese café tan moderno, a donde vienen extranjeros de todos los confines a tomar expresso, bagel con salmón o tosta con huevos benedictinos. Si estuviera en Bilbao o Pamplona ahí hubiera ido expresamente. Cómo me conozco. Me pasa con las playas, por ejemplo, mueres por tumbarte en una cala maravillosa y cuando estás ahí confirmas que era mucho más bonita vista en postal, desde el dron. Así somos algunos humanos. La tontería.
La tontería vale, pero no tanto. Me cuenta Karmele que en cierto restaurante de moda no se puede reservar por teléfono. Solo por web. ¿Y si voy en persona, que estoy cerca? No venga, solo por web. Me toca encargar comida para llevar en otro paraíso de la modernez. «Lo iré a recoger». Se quedan anodados. ¿No es mejor que se lo lleve un ciclista? Tendré que confesar y lo acabo confesando en plan paleta: nunca he llamado a un globero, no sé cómo se hace.
No es fácil sobrevivir en este primer mundo. Por razones que no desvelaré, hoy es posible que reciba algunos regalos y el primero se me anunció así: «Debes acudir a un lugar en la latitud 43º 31' 77'. Tendrás más pistas». Ya les contaré si lo encuentro. Necesito un dron.
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