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Llegas de un viaje y te dicen, pues ya tienes cosas para contar en las próximas columnas. Ya, para contar en familia. Vienes del país en el que está todo roto; donde no tienen marquesinas ni carteles anunciadores de llegadas, donde hay menos taxis que ... aquí (ni llevan luz verde y roja para indicar ocupación), donde el Metro puede fallar tanto que ni se te abra la puerta dentro del vagón y tengas que correr desaforada, ya en la siguiente parada, para volver a tu destino. Y espabila porque algunas líneas cierran a las 9 de la noche.
Roma es un caos de tráfico endiablado, pero si logras subirte a un autobús urbano y sentarte, milagrosamente, podrás ver, de camino, coliseos, circos massimos, tres acueductos, panteones, fuentes, puertas (romanas, claro) y veinte ruinas variadas. Qué bien te viene, por fin, el latín rosa rosae. Eso sí, entre sirenas continuas de ambulancias, tardas tanto en el viaje como en ir y volver de Pamplona, para mí la medida de todos los viajes. En trayectos cortos mi medida son los doce kilómetros a Hernani.
Y te dices, normal que no les llegue el presupuesto para reparar baches y aceras desastrosas si tienen que conservar todas las piedras antiguas y todo lo roto que siguen encontrando. Todo eso piensas mientras llegas a tu alojamiento en «el Brooklyn romano», ese barrio neorrealista y alternativo inmortalizado por Pasolini. Ya en casa sigues en la nube neorrealista porque te apena haberte perdido el concurso mundial de callos.
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