El plan de vacunación nos pone a cada uno en nuestro sitio. Vacunarán por orden a los ancianos y sus cuidadores, médicos, enfermeros, policías, bomberos, fisioterapeutas, dentistas, cajeros, profesores, conductores de transporte público, abogados de oficio, funerarios, todo tipo de hombres y mujeres esenciales para ... la sociedad, y luego, ya si eso, al fondo de la cola, después de los deshollinadores, telegrafistas, vendedores de enciclopedias, cuartos árbitros, peluqueros de patos y probadores de toboganes, nos vacunarán a los escritores. Y me parece lógico, qué podría alegar yo.
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Los alcaldes, directores, obispos y generales que se han colado para vacunarse ya iban delante de mí, así que no me escuece ningún perjuicio personal, solo me asombra el altísimo concepto que tienen de sí mismos, el descaro con el que han defendido su prioridad para ir pisando las cabezas del prójimo. O la rica variedad de sus excusas, a la altura del capitán Schettino, aquel que hundió el crucero Costa Concordia: «No abandoné el barco, me caí a un bote salvavidas». O la suficiencia con la que otros responsables han justificado sus infracciones de confinamientos, el menosprecio del juez a médicos de familia y epidemiólogos. Llevamos unas semanas en las que demasiados altos cargos actúan y hablan con una arrogancia difícil de soportar. Algunos creyeron que de la pandemia saldremos mejores y otros han visto claro que primero saldrán ellos, los mejores.
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