Secciones
Servicios
Destacamos
Cuando lo conocí, Luis Ortiz Alfau tenía 99 años. Empecé a visitarlo en su casa de Bilbao, donde le hacía entrevistas que duraban tres, cuatro, cinco horas, hasta que él se preocupaba por mí: «Estarás cansado, ¿paramos para comer?». Un día quiso devolverme la visita. ... Vino él solo en autobús a Donostia, lo recibí en la estación y nunca olvidaré el saltito con el que bajó de la escalera del bus. Se echó a reír, me dio una palmada en el hombro y me dijo: «Hala, vamos, vamos». Tenía prisa. Porque era uno de los últimos supervivientes de la Guerra Civil, los campos de concentración y los batallones de esclavos republicanos que construyeron carreteras en Gipuzkoa y Navarra. Y sentía que su testimonio era urgente: «Lo que yo tengo que contar es importante ahora».
La memoria histórica, decía Luis, no son batallitas del abuelo. Es una manera de definir nuestro presente, nuestros principios, nuestra posición ante las violaciones de derechos humanos. Aparecen firmezas o disimulos según quién fuera el verdugo. La semana pasada sacaron de una basílica sevillana los restos de Queipo de Llano, el general golpista que ordenó violaciones y asesinatos masivos, y Núñez Feijóo, presidente del PP, escurrió el bulto diciendo que «la política debe centrarse en los vivos y dejar a los muertos en paz». Rendir honores a un asesino o retirárselos es una decisión que corresponde a los vivos y que los define. Cuando se mueven huesos del pasado, suele quedar a la vista el presente.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
El Diario Montañés
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.