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El vigilante nocturno acababa de demostrar que tenía una voz grave, condición necesaria para ocupar el puesto, y a las dos de la madrugada, cumpliendo ... el ritual, recordó al vecindario que eran ¡las dos de la noche y sereno!
Aunque aquel 19 de marzo de 1893 era sábado y al día siguiente se celebraba la festividad de San José, pocos eran los peatones que circulaban por la calle a tamañas horas de la madrugada. Cuentan las crónicas que eran las dos y cuarto cuando algunas personas que pasaban junto al portal de la casa número 6 de la calle Urbieta observaron que salía humo desde los bajos del edificio y, demostrando cívica cultura urbana, el uno se fue en busca del sereno y el otro corrió al Depósito de Bombas en la Bretxa.
Mientras el sereno, provisto de silbato y carraca, alarmaba al personal, el que llegó al Parque de Bomberos informó al retén de guardia, formado por cuatro bomberos, quienes, al principio, y siendo víspera de festivo, creyeron era una broma.
Cuando, rápidamente, los avisos se multiplicaron, se percataron de la gravedad y comenzó el protocolo establecido al efecto, que no permitía la salida de los coches del parque sin la autorización del jefe superior, que no residía en el mismo: además, la prioridad exigía que antes de intervenir debía informarse a las autoridades municipales. Cumplido este requisito se avisaba, uno por uno, a todos los bomberos para que desde sus domicilios se trasladaran al parque donde guardaban los uniformes.
Total: un desastre, gracias al cual se unificaron criterios y se optó, en este caso demasiado tarde, «profesionalizar a los bomberos y aprovechar su buena voluntad dotándoles de los medios necesarios».
El origen del fuego estuvo en el establecimiento que había en dicho número 6 de la calle Urbieta, propiedad del señor Odriozola, donde junto al horno había leña amontonada, alcoholes y otros productos inflamables, motivando su detención por contravenir las ordenanzas municipales que prohibían el acopio en interiores de estos productos.
Del segundo piso, Francisco Ezcurdia logró salir al balcón, medio asfixiado, dispuesto a lanzarse al vacío, siendo salvado por los bomberos. También el señor Arroyo «se salvó de milagro», cuando saliendo al balcón con su familia y estando a punto de perecer, consiguieron llegar hasta el tejado por la guardilla del señor Elorza.
No consiguieron salvar sus vidas quienes se encontraban en las plantas bajas... el niño Pepe Artola, de seis meses, hijo del carnicero Luis Artola que allí tenía su negocio; Eusebia Aguirre, su hija Felisa Ezcurdia, la maestra de labores Basilia Tárrios, su hijo Angel Zaldúa y Vitoria, la criada...
El piso tercero estaba deshabitado y en el cuarto perdió la vida el celador Gregorio Peña, su hija de 11 años, Josefa Agustina conocida como 'La Gorra', el tornero Malaquías Calvo... y así hasta veinticinco víctimas mortales, siendo dieciocho las que «perdieron todos sus bienes».
Se trató del mayor incendio habido en la ciudad en tiempos de paz. Los bomberos, se escribió en los periódicos, hicieron lo que pudieron aunque «para más 'inri', los primeros que llegaron llevaban llaves que no correspondían a las bocas de riego de la zona que, por ser moderna, contaba con, para la época, sofisticadas salidas de agua».
El arquitecto municipal, José Goicoa, dirigía los trabajos al tiempo que se oían explosiones, porque hasta las 7 de la mañana no se encontraron las tuberías de gas, y se derrumbaban las casas número 4 y 8.
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