
Algo fallaba en los servicios públicos donostiarras cuando, tal día como hoy del año 1948, leemos en la sección 'Saski Naski' de 'El Diario Vasco', ... firmada por 'Txibirisko', una curiosa actividad realizada por la guardia municipal que, en principio, no parece vinculada a la ordenación del tráfico... aunque sí.
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En su «laudable afán de colaborar con la circulación», por la noche, fuera de servicio y de forma voluntaria, los municipales cogían baldes, brochas y pintura y se dedicaban «a pintar, en los cruces de las calles, rayas amarillas», que mejoraban a las blancas, para marcar el lugar por donde debían pasar los peatones.
Además, quizá porque no se les facilitaba buen material, su trabajo era doble ya que, al decir del cronista, «su permanencia era tan escasa que pronto desaparecía, viéndose obligados a repetir el trabajo».
1948 Más cultura y peores modos:
en las butacas de los teatros hasta se veía gente sin corbata y comienzo cacahuetes
La sugerencia del periodista era ser más prácticos y en lugar de rayas amarillas incrustar en el asfalto pequeños discos metálicos, «como los que ya existen en el puente de Santa Catalina», que, siendo permanentes, resultaban más económicos, limpios y destacados.
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La cosa era para tomarse en serio, como escribía Alfredo R. Antigüedad, haciendo un examen de conciencia acerca de nuestro urbanismo porque, a su juicio, se había detenido el progreso de la ciudad, que iba a peor con deficiencia en los servicios y aumento del gamberrismo. (Con un poco –o mucho– de perspectiva, es cierto que no ha habido década en la que dichas opiniones no se hayan venido repitiendo, frente a la incontestable realidad que, observando el pasado, las contradice).
Se comentaba en la crítica que San Sebastián vivía «de lo que no se fabrica», Concha, Igueldo, Ulía... «pero falta imaginación y no surgen obras». ¿Fue esta crisis la que motivó las iniciativas de algunos comerciantes, como varias veces se ha recordado en 'La Calle de Memoria'?
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¿Y el gamberrismo? ¿Cómo eran las gamberradas hace 75 años? Había más cultura, se organizaban más conferencias y exposiciones «pero con malos modos». Baste decir que «hoy en día se va a los teatros y no faltan, en las butacas, gentes que no llevan corbata, a veces la camisa sin abrochar y los espectadores ¡hasta comen cacahuetes y tiran las mondas!».
¡Y qué decir cuando una montaba en los trenes o tranvías! Los gamberros gritaban, la gente hablaba alto, se saltaba y vociferaba molestando a todo el mundo y, demostrando su mala educación, «te enteras de la vida y milagros de quienes viajan a tu lado». A pesar de que a los barrenderos se les dota cada vez con material más moderno «en las calles no faltan cáscaras de plátanos, peladuras de naranjas... ¡y a cualquier hora del día y de la noche encuentras gente cantando a todo pulmón!». Y este lamentable bochorno no se corta ni se evita como debiera «con una reacción ciudadana».
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También había soluciones en los comentarios de prensa. En unos años el presupuesto del Ayuntamiento había pasado de nueve millones de pesetas a cuarenta, pero se necesitaba algo extraordinario y pensar en «el gran San Sebastián», como se piensa en «el gran Bilbao». «No hay casas... ¡pues a construirlas!». No hay alumbrado ¡a poner farolas! Hay que gastar todo lo que haga falta, sin asustarse de las cifras.
Quienes se miraban el ombligo con la mirada en el corto plazo se asustaban por el dinero invertido en Artikutza, una minucia para quienes pensaban a lo grande y creían que la solución estaba en «barajar millones, muchos millones».
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