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Entre el 12 y el 15 de febrero de 1953 nevó en San Sebastián, llegando a cuajar más de 40 centímetros, y, «como estaba mandado», ... el abrigo gordo, las medias de lana que cubrían las piernas, cuando todavía íbamos con pantalón corto, esperaban junto al pasamontañas, prenda muy utilizada para ir al 'cole' los días de invierno, así como los zapatos «suela de tocino». Los días de frío no había clase. El muro de San Bartolomé era un museo de carámbanos de hielo y los cisnes paseaban por el helado estanque de la plaza Gipuzkoa. No había 'cole' ni juegos en la calle: todo el día en la cocina porque en la sala, comedor para las grandes solemnidades y 'salón' de estar cuando había visitas, no hacía tanto calor.
En la cocina, sobre la recia mesa de madera, con mantel de tela, porque los de plástico no existían, animados por aquel que decía «yo soy el negrito, del África tropical...», una humeante taza de cacao se llenaba de galletas María.
Comenzaba el día y el primero en tocar el timbre siempre era Aguirre, el carbonero de la calle Moraza número 11, en el bajo del bar Shegundo, hoy local con las persianas echadas. Llegaba sudando después de subir las 111 escaleras que había hasta nuestro quinto piso de la calle Urbieta. Depositaba su carga en la carbonera, un espacio que en las cocinas «venía de fábrica». Un hueco junto al fogón, donde se guardaba el carbón.
Era el momento de encender el fuego en la «cocina económica o de carbón» que, siguiendo el ritual de rigor, calentaba la casa: había que vaciar la ceniza acumulada y elegir el tamaño de los discos de hierro que la cerraban para, reforzándolo con papeles de periódico, conseguir que prendiera la llama.
La Celes, la vecina, a través del pequeño patio interior, cuya ventana quedaba unida a la nuestra por cuerdas donde se colgaba la ropa, informaba de que el cielo estaba gris y seguramente nevaría. En los pisos altos se guardaban unos pequeños arpones con cuatro anzuelos que, sujetos a una cuerda, servían para el «divertido juego» de «pescar» la ropa que se caía hasta la planta baja.
La segunda llamada era la del repartidos de hielo. Con frío o calor, antes de que, por lo menos en nuestra casa, hubiera nevera, había que mantener la fresquera: un saliente en el patio donde se conservaba la comida. El hielero, derrochando agua por doquier, subía su media barra en invierno y una entera en verano y la dejaba al fresco. La cocina ya olía a alubias o verdura mientras yo jugaba con figuritas de indios y vaqueros y mis hermanas, golpeando, intentaban dar vuelta a los cromos.
No había buzones en los portales y a grito limpio de ¡cartero¡, el cartero anunciaba que era quien había llamado al timbre. Era necesario baja hasta la calle para que, en mano, entregara la correspondencia. Precisamente en la calle, la sinfonía más escuchada era la de los silbatos de los celadores, ya fuera haciendo volver a la acera a quienes no cruzaban por las rayas, ya avisando para que se quitara aquella prenda colgada.
Un día, los celadores, es decir, los municipales, llamaron a nuestra puerta llevando dos gallinas en la mano. Era relativamente habitual que en algunos balcones se tuvieran conejos, patos, gallinas... del nuestro se habían escapado dos que volaron hasta la calle, y como todo el mundo conocía a todo el mundo, pues eso, los 'munis' nos las subieron amablemente.
Colgados de la radio que presidía la cocina en una repisa, pasaba el día entre 'el parte' del mediodía, el serial de la tarde y, los fines de semana, amenizados por Bobby Deglané y Pepe Iglesias, que era «el Zorro zorrito, para mayores y pequeñitos».
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